Algunos gobernantes latinoamericanos son potentes en discursos y en hechos. El mundo está pendiente de sus palabras, que acarrean cambios sorprendentes, o como en el caso de nuestro joven presidente, de sus decisiones; las palabras no son su fuerte. No cualquiera envía a su vicepresidente a kilómetros de distancia, a una zona de guerra, o nombra gobernadores y menos de seis días después cambia a cuatro.

Esta semana varios acontecimientos violentamente trágicos, en nuestro país y en el mundo, nos convocan a una realidad dolorosa, angustiante. En época de Navidad la alegría serena parece casi un insulto. Se refugia muy dentro de cada uno y solo se expresa cuando sabe que el ambiente la acoge y la cuida. Casi da vergüenza tener motivos de regocijo.

Bukele arenga las tropas policíacas con un discurso que circula en redes. Sostiene que la paz no se construye con acuerdos entre corruptos que se reparten el poder. Que hace falta trabajo, sudor, esfuerzo y valentía, para lograrla y reconocer que somos parte de algo más importante que nosotros mismos: si solo nos atenemos a esas palabras firmo ese contenido. Milei suprime ministerios, y modifica la ley de nepotismo a su servicio para que su hermana sea secretaria general en su gobierno.

En nuestro país, nuestro representante millennial sostiene que cambiará el país con su pragmatismo y su saber hacer.

Los tres países que comandan están o estuvieron sacudidos por la corrupción, la violencia y el narcotráfico. Todos tenían o tienen una población extenuada por el empobrecimiento, parálisis y miedo que la violencia produce. Una población que necesita ponerse de pie y recuperar el orgullo de ser quien es y los sueños y aspiraciones que individualmente y en conjunto la motivan.

Está claro que la democracia como la vivimos está en crisis; no encontramos la manera de que sea efectiva. Que la justicia necesita incorporar nuevos conceptos para que sea realmente tal, la justicia restaurativa de a poco se abre paso, al menos como aspiración.

La juventud y sus prisas, con su cultura de lo inmediato ejerce el poder y puede, sin darse cuenta, crear nuevos guetos de los que sirven y los que no, según la edad que tengan.

Lo que emerge con claridad es la aspiración profunda, cada vez más consciente y muchas veces aparentemente más lejana, de un mundo equitativo. La necesidad de eliminar la pobreza en un planeta donde la crisis económica se cierne con más consecuencias en los más vulnerables, considerados de hecho como desechables o víctimas colaterales.

Una población que exige que la ternura y la solidaridad sean valores y motores políticos, que abracen a los empobrecidos y a los desplazados económicos, a las mujeres víctimas de la violencia y a los niños desnutridos, en un mundo que bota la comida.

Un mundo que clama paz y concordia en medio de guerras que enfrentan países, religiones, ideologías y se desdibuja lo humano en caricaturas grotescas de monstruos armados y drogados que dicen defender soberanías y territorios. Un mundo que cuide la naturaleza que gime dolores de exterminio. Un mundo que requiere juntar los sueños de todos en un propósito común que nos reconozca efectivamente humanos-hermanos, polvo de las estrellas que corren por nuestras venas. (O)