Ni los filmes de James Bond o las novelas de John le Carré, Fredrick Forsyth o Robert Harris pudieron anticipar operaciones militares como la llevada a cabo por Ucrania el pasado domingo. En una combinación de espionaje, tecnología y audacia, luego de más de un año de preparación, decenas de aviones militares rusos fueron destruidos por escuadrones de drones. Los aviones permanecían estacionados en bases aéreas rusas ubicadas dentro del territorio ruso y muy lejos de la zona de conflicto. Mas cuarenta aeronaves fueron aniquiladas. Muchas de ellas Moscú las usaba para escoltar sus drones en los ataques aéreos a Ucrania, y tenían capacidad de portar misiles nucleares; pertenecían a una generación de aviones de avanzada edad, pero que eran esenciales para la defensa rusa. No es que el ataque de Ucrania haya provocado un golpe mortal al poderío militar ruso, pero, sin duda, le ha asestado una estacada sustancial. Deja a la imagen de Moscú mal parada ante el mundo. Y es una respuesta al comentario de Trump, que en días pasados dijo algo burlonamente que Zelenski “no tiene cartas” en su favor en el conflicto militar con Rusia. Vaya que las ha tenido. Y quién sabe si habrá más sorpresas como las del domingo.

El éxito del ataque ucraniano deja pocas dudas de que Kiev no tiene incentivo alguno para negociar una paz con Rusia si no es bajo sus condiciones. Después de todo, la situación en el frente de guerra no es tan terrible como podría parecer. En números redondos, mientras que a fines de 2023 Moscú controlaba un 18 % del territorio ucraniano, hoy ese control ha subido a apenas al 19 %. Es decir, en los últimos 16 meses de combate, Rusia no ha podido apoderarse del territorio de Ucrania de forma significativa. A pesar de la nueva política de Trump de no aumentar la ayuda bélica a Ucrania y de las dificultades que aún tienen los líderes europeos en concretar su apoyo militar, Kiev ha logrado frustrar el original y declarado propósito de Putin de anexar toda Ucrania, una nación que, según él y la élite que lo rodea, no debe existir.

Pero tampoco Putin tiene incentivo alguno para negociar una paz con Ucrania. Y no lo tiene no porque Moscú, luego de cuatro años de un cruento conflicto, considere que militarmente puede ganar. El problema es que la economía rusa se ha transformado en una economía de guerra. Es una maquinaria que ha desplazado a la economía propia de una sociedad industrial de consumo para entregarse de lleno a sostener su andamiaje militar. Entre 2025 y 2027, Moscú dedicará el 40 % de su presupuesto al gasto militar, que es ahora el motor de su crecimiento económico. El promedio de ingreso de los soldados en acción –actualmente alrededor de 700.000– es el doble del promedio general del país, mientras las familias de los fallecidos –alrededor de 800.000– reciben ingresos y bonos. No es fácil para Putin detener este engranaje y peor dar marcha atrás. Lo más probable es que esa maquinaria se siga expandiendo y otros frentes sean abiertos.

Las conversaciones de paz que comenzaron ayer en Estambul tienen pocas probabilidades de éxito. No solo que no hay incentivos para las partes, sino que no hay una gran estrategia de por medio, ni estrategas de la talla de Henry Kissinger o Zbigniew Brzezinki que la implementen. (O)