Escribo con la sangre caliente frente a lo siniestro de la invasión rusa a Ucrania y celebro con regocijo las muestras de solidaridad y cooperación con este país. Ciertamente, los ucranianos le han dolido al mundo en todo el cuerpo.

He escuchado decenas de entrevistas y he leído textos de J. N. Harari, N. Chomsky, T. Friedman, J. A. Miller y otros. Pero la pregunta de por qué la guerra (lo mencionó también Iván Sandoval), más allá de lo instrumental, me arrincona y reflexiono sobre qué otras sombras pintan el enfrentamiento.

Kepa Torrealdai recoge en Zadig España (2022) el intercambio de cartas entre Einstein y Freud en las que buscan entender la barbarie humana después de la Primera Guerra Mundial. Era 1932 y ambos habían detectado en Hitler su ambición por el poder y la falta de escrúpulos para contenerse. De ahí su preocupación y la pregunta de por qué la guerra. Freud opinaba que una cierta violencia es a veces necesaria para la paz duradera y que era inusual la ausencia total de agresión entre humanos; que las pulsiones de muerte y de vida se fusionan y “es difícil destilarlas en su pureza”.

Torrealdai aclara que no es lo mismo ‘pulsión de muerte’ que instinto (lo animal), pues hay “un trenzado entre la palpitación más profunda de las entrañas y la palabra (…). Una modulación de la pulsación corporal a través del lenguaje”. Cuando no se anudan bien, quedan la muerte y la destrucción. Habría un goce arcaico que la civilización no ha apartado, por lo que convendría “a través de un trabajo de la palabra, conmover la sustancia gozante. A través del lenguaje poder tocar el cuerpo (…), una nueva posibilidad de anudamiento, menos mortífera”. Y si la anatomía es el destino y el inconsciente la política, “un tratamiento de palabra podría tener efectos políticos”.

José R. Ubieto, en el mismo espacio, retoma la cuestión de si existe un medio para librarnos de la guerra y observa que la respuesta de Freud es de un pesimista advertido: “Aquel que, partiendo de esa realidad psíquica, apela al coraje ético de cada uno (…), nos rebelamos contra la guerra porque no podemos hacer otra cosa como pacifistas. La guerra nos produce una intolerancia constitucional y no queremos esa destrucción. La pulsión de muerte nunca fue para él un destino fatal, simplemente un punto de partida del que conviene estar advertido para contrariarlo”.

Z. Bauman y G. Dessal ya habían anticipado el vínculo entre el estado líquido de la civilización y la caída de la imagen paterna (familia, Estado, Iglesia) que llevaría a la desintrincación pulsional entre Eros y Thánatos (muerte). Claro ejemplo el de Auschwitz, donde la pulsión de muerte se develó como el reverso devastador de la razón humana.

El psicoanalista francés J. Lacan, seguidor de Freud y su interpelante más sofisticado, acuñó el término ‘odioenamoramiento’ para expresar que no hay amor sin su cuota de odio. Ahora que la disyuntiva a la que el mundo se enfrenta es si conviene a los países de la Unión Europea y la OTAN desafiar a Putin y defender a Ucrania a ultranza, pienso que hay otro dilema: un nombre atrapado en la pulsión de muerte. A nivel local también. (O)