Sus ojos eran enormes, negros, profundos, con una mirada asombrada, apenas cubiertos con unas pestañas espesas y cortas. Bajo, de rostro redondo. Su cara como metida entre los hombros, observaba sin hablar. Cuando lo hacía, deslumbraba. Inteligente, de pocas palabras, descollaba en la escuela, en la catequesis. No en el barrio. Era el indígena. Su mamá de hablar pausado, cantarino, las manos siempre frotándose, lavaba y cuidaba casas ajenas. No conocí a su padre.
A veces se quedaba solo en la casa. Un día vino a verme. Donde nadie nos oyera me contó que hacía parte de un grupo pandillero y que tres de sus amigos corrían peligro, había que sacarlos porque los matarían en los próximos meses, me explicó. Estábamos en los días previos a Navidad. Intervinimos.
Luego, varios meses después, por casualidad, ¿casualidad?, al voltear una esquina, nos encontramos de frente. Me llamó la atención su rostro pálido, lívido, gris, casi verde. Me miró desde la profundidad atrapante de sus enormes ojos. Muy cerca de él, atrás, otros dos jóvenes, altos delgados, cabello a los hombros, caminaban a poca distancia.
Me detuve, y en un instante con sesgos de eternidad, vamos a casa, le dije. Me siguió sin decir una palabra. Perdí de vista a los acólitos. ¿Qué sucede, por qué estas así? Me iban a matar. Gracias. Y me abrazó.
Sabía que estaba atrapado en el mundo de las drogas, que vendía todo lo que su mamá conseguía comprar...
Luego desapareció. Sabía que estaba atrapado en el mundo de las drogas, que vendía todo lo que su mamá conseguía comprar, licuadora, mesa, sillas.
En la cárcel lo vi en un pasillo vestido de mujer, barriendo el corredor. Bajó la cabeza. No hablamos. Cuando salió, venía a verme, no entraba. Se quedaba en la vereda, siempre buscaba unos centavos. No me tenga miedo, me decía.
Hoy su lugar es el cementerio, pobre en medio de otros pobres, convirtiéndose en polvo de la tierra que lo acogió y ojalá en alguna flor.
Hortensia, llamaba la atención en la iglesia, sentada erguida desde sus 10 años, su rostro oscuro y su cabello revuelto, intervenía comentando algún pasaje bíblico. Pedía leer los textos sagrados y lo hacía mejor que los mayores. Dos años después la iban a expulsar de la escuela por vender droga que alguien escondía en los bloques del muro exterior. Conversamos con la directora y sus maestros. Le prestaron más atención. En el aniversario del centro educativo ella dio el discurso de agradecimiento. Las autoridades invitadas quedaron deslumbradas. Tiene un futuro brillante decía un dirigente del gremio de maestros.
Hoy Hortensia nos abandonó. Entre el sida y la droga, convertida en mamá deambulaba de una casa a otra. De pequeña, en medio de una familia disfuncional, padre abusivo, y nadie que fuera realmente su referente creció entre la calle, los golpes, caricias lascivas. Su no presencia, se hace presencia que interpela, por todo lo que hubiera podido ser y no fue. Como Mario desde la pequeñez de su grandeza, el pozo sin fondo de su mirada perdida al final de sus juveniles años.
¿En qué fallamos como sociedad para que miles de Hortensias y Marios sigan alimentando las tropas de ejércitos desquiciados que consideran el tráfico de drogas una empresa, y las vidas humanas solo un eslabón que alimentan sus ansias de dinero que le da un poder que conduce a la cárcel o al cementerio? (O)