El loco de Dios en el fin del mundo se llama el último libro de Javier Cercas, que circuló desde el 1 de abril y que la muerte del papa Francisco, ocurrida el 21 del mismo mes, ha catapultado en el mundo hispanohablante. El texto es una de las habituales novelas sin ficción, repetidas por el autor, pero su contenido es muy peculiar: resulta de acompañar al pontífice en un viaje a Mongolia, el 31 de agosto de 2023. Como los papas siempre viajan con una camarilla de periodistas, lo excepcional es que Cercas no lo es y que fue solicitado por el Vaticano para ese trabajo.
¿Por qué el encargo a un escritor ateo, anticlerical y laico? ¿Sería más objetivo?, ¿su distanciamiento ideológico lo haría mirar a Francisco desde fuera de la Iglesia? Cuando Cercas acepta, sabemos que consumiremos una narración detallista, llena de diálogos y sin estructura cronológica; que se moverá de un detalle hacia un todo y que habrá una sorpresa al final. No hay novela que prescinda de la individualidad ni de la vida cotidiana.
El viaje lleva al autor primero al Vaticano, donde conversa con una serie de personajes que desarrollan responsabilidades en torno del papa: editores, comunicadores, periodistas –la mayoría sacerdotes–, por lo que Francisco es un nombre y mucha información antes de que aparezca. Sus cercanos lo admiran y coinciden con la dirección que él le ha dado a la Iglesia desde 2013, que la dirige hacia la propuesta del Concilio Vaticano II: volver a sus orígenes. A cada interlocutor, Cercas le va contando que el principal móvil que lo impulsa es hacerle al papa una pregunta, muy importante para su madre: ¿habrá resurrección y vida eterna?
Cuando toman el vuelo hacia Ulán Bator, saben que el papa hace una ronda de saludos a los vaticanistas –periodistas delegados de varios países y medios– y ese es el momento de aprovechar para un acercamiento. Francisco le da diez minutos para una conversación a solas. Y como buen novelista, ese será el gancho para continuar leyendo, porque solo sabremos al final de la novela el contenido de esa conversación. El arribo a Mongolia le sirve a Cercas para mirar ese mundo exótico y tratar de entender los motivos del viaje a un país de tres millones de habitantes y solo 1.500 católicos. La proximidad con misioneros, hombres y mujeres, que hacen generosa labor de ayuda –sin siquiera evangelizar a las personas marginales que recogen para darles comida, medicina y educación– se plasma en apasionantes conversaciones y testimonios, tanto que llevan al autor a sostener que la Iglesia católica se renovará cuando todos sus miembros actúen como misioneros.
Mirar a Francisco, escuchar sus sermones –sobreentender que va a Mongolia porque es un país enclavado entre Rusia y China, verdaderos puntos de inquietud del papa– lo lleva a cuestionarse por qué él habla más de política que de religión, a entender el pasado peronista y villero –apostolado en los barrios marginales de Buenos Aires– y a participar del rumbo de una Iglesia comprometida y contemporánea.
La respuesta a la pregunta clave del autor vendrá límpida y sin vacilación de labios del pontífice, y él podrá mostrársela a su madre, cuya mente afectada por el alzhéimer vacila para comprender. El adecuado final abierto sugiere la inquietud: ¿qué pasó con Cercas, el ateo? (O)