Como pocas veces en nuestra historia, han transcurrido ya casi 100 días del nuevo gobierno y no se ha desatado ninguna pugna entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Un gobierno que tiene una escasa mayoría parlamentaria ha resuelto gobernar ignorando prácticamente a la legislatura. Y al parecer no le ha ido mal en su estrategia. Al menos por ahora. Pero esta ausencia de pugna de poderes ha dejado entrever un fenómeno singular. Huérfana de un contrincante a quien obstaculizar y chantajear, la Asamblea al parecer ha perdido su razón de ser, al menos tal como lo entiende nuestra clase política. Esta suerte de desorientación, desazón y angustia la ha llevado a suicidarse. Es como si nuestra clase política solo sirve para negar al otro, para oponerse, para atacar y cuando no tiene la oportunidad de hacerlo se siente como desconcertada y opta por su autodestrucción. En vez de aprovechar esta coyuntura para demostrar al país sus capacidades y seriedad, lo que han hecho los asambleístas –salvo pocas excepciones– es dejarse ver como son. Individuos con escasa preparación, pero con un gran talento para construir canales de corrupción y muros de impunidad.

¿Cómo llegan estos personajes a ocupar tan altas dignidades? ¿Cómo se formaron, dónde estudiaron, qué educación recibieron en sus hogares? ¿Por qué no caen en cuenta del daño que le irrogan a la democracia sus actuaciones, sus maniobras, sus arreglos? El sistema democrático se basa en la confianza, en la fiducia que los electores depositan en sus mandatarios. Esa es la esencia de la democracia. Todo el sistema democrático cabalga sobre esa confianza de los unos en los otros. Si hay un barómetro con el que se debe medir a las instituciones en una democracia es el grado de confianza que ellas despiertan en los ciudadanos. Esa confianza se construye satisfaciendo las expectativas del público, actuando con honestidad, eficiencia y conocimiento.

Siendo el Poder Legislativo uno de los ejes cruciales de una democracia, el grado de confianza que este despierte en el pueblo es esencial para la salud de esta. Y eso es lo que está destruyendo la Asamblea Nacional. Y que es lo que a diario está destruyendo el ejército de jueces corruptos que tenemos en el Ecuador, a vista y paciencia de las autoridades administrativas. Y así por el estilo. Todos ellos lo que están haciendo es llevar al país a una crisis descomunal en la que está en juego nuestra viabilidad como nación.

Pero lo que resulta más increíble es la escasa conciencia que tienen estos individuos, hombres y mujeres, del daño que causan a diario. Es como si los asambleístas vivieran en un mundo paralelo, en una ficción, en la que la corrupción es algo legítimo, normal e inevitable. Han llegado a convencerse de que no hay nada de malo en usar la curul legislativa para enriquecerse, para hacer negocios, para proteger intereses. Igual cosa sucede con los jueces para quienes al parecer el actuar corrompidamente es algo muy natural y obvio.

Hay profundas falencias en el diseño institucional del Estado ecuatoriano, desde su régimen de partidos hasta su sistema judicial. No es imposible cambiar estas falencias, ciertamente. Pero no será suficiente sin un cambio fundamental en la conciencia de los responsables de su funcionamiento. Luego será tarde. (O)