“La dificultad no está tanto en desarrollar nuevas ideas como en escapar de las viejas” (Keynes).

Cuando todo parece estable, controlado o predecible, basta un cisne negro para recordarnos que lo improbable también gobierna la historia.

El mundo tiende a confundirse con su propia rutina. Ver cisnes blancos todos los días convence al ojo de que solo existen cisnes blancos, hasta que, de pronto, aparece uno negro y todo el paisaje cambia. Nassim Taleb lo llama el “efecto del cisne negro”: lo improbable que irrumpe de manera inesperada y desnuda la fragilidad de lo establecido.

Un cisne negro no es un accidente cualquiera. Recuerda que la estabilidad es precaria y que la tarea del buen planificador no es celebrar la normalidad, sino prepararse para la irrupción de lo inesperado. La historia está llena de ejemplos: crisis económicas, pandemias que paralizaron al planeta, conflictos imprevistos. Lo improbable ocurre, y cambia el rumbo de la historia.

Ecuador enfrenta hoy un punto de inflexión. La eliminación del subsidio al diésel –medida necesaria ante la distorsión que se consolidó durante décadas– ha puesto en evidencia un mal endémico: la costumbre de convertir en política pública lo que debió ser siempre transitorio. Un subsidio que se convirtió en hábito y luego en exigencia, que impide ver la realidad y condena al Estado a la ineficiencia.

No es la reacción social lo inesperado, se ha presentado siempre que se ha intentado tocar este tema. El movimiento indígena ha respondido históricamente a estas decisiones, y seguirá haciéndolo mientras no se construyan alternativas de fondo. Lo que sorprende –y exhibe la fragilidad del Estado– es la ausencia reiterada de un plan de acompañamiento sólido y preventivo, capaz de anticipar reacciones y sostener la decisión.

Hay sectores que marcan el quiebre, en esta ocasión el énfasis recae en lo rural. Escuchar a los ciudadanos movilizados o inconformes de buena fe –la inmensa mayoría– exige transformar las condiciones del campo. Se requieren políticas de impulso productivo, salidas para cultivos de bajo margen, comercio justo y créditos a la medida, de modo que un préstamo no sea una guillotina, sino una herramienta de desarrollo. Allí está una urgencia.

Pero el desafío no termina allí. El país arrastra carencias estructurales que no se pueden seguir postergando: educación, salud, acceso a oportunidades. Mientras estas brechas persistan, cualquier medida económica estará expuesta a la protesta y al bloqueo. Y no puede ignorarse que detrás del ruido social también operan mafias dispuestas a financiar la violencia, porque pierden negocios millonarios.

El cisne negro no es la protesta, sino este quiebre. La verdadera pregunta es si sabremos estar a la altura: consolidar un plan de acción, sostener la decisión con firmeza y, sobre todo, aprovechar la oportunidad para construir consensos mínimos. Gobernar para las mayorías es una necesidad; ignorar las asimetrías del país equivale a traicionar el problema central: la pobreza. Enfrentarlo con inteligencia y decisión es el camino para que lo inesperado deje de ser amenaza y se convierta en cambio. (O)