Este título privilegiaba en mi memoria la película de 1983, un filme de terror gótico y posmodernista, con Catherine Deneuve, Susan Sarandon y un estilizado David Bowie –uno de mis cantantes preferidos– que hacían un trío en la lucha por la supervivencia sobre bases de vampirismo. Su banda sonora combinaba música clásica y rock, en la más desafiante y estremecedora extravagancia.
Ahora debo duplicar el producto para ese repaso memorioso que es una pieza que impacte y multiplique sus significados luego de la recepción. El drama de Ignasi Vidal (director español que con esta es la cuarta vez que trae una puesta en escena de sus obras), que he visto la semana pasada, merece que escriba sobre ella. Ahora El ansia se llama una historia de amor que dura 40 años y que es presentada por sus protagonistas y sus hijos.
Una pareja, ambos miembros casados, se conoce en 1975, durante un mitin político. Él es uno de los líderes, ella, esposa de otro. La primera conversación deja sentada una atracción, que se prolongará en citas esporádicas a lo largo de los años, causando las consiguientes contriciones a la par que encendido enamoramiento. La ductilidad de los dos actores –una alteración en la ropa, un cambio de peinado– conduce al espectador a identificar al hijo de él y a la hija de ella citándose en 2014, para conversar sobre los cambios que experimentan sus ancianos padres. Desde entonces, las alternancias de los tiempos nos remitirán a las situaciones de las dos parejas.
Todo ocurre de forma muy dinámica y muy concentrada porque los actores –un firme y lábil Roberto Manrique, una expresiva, aunque más suave Giovanna Andrade– jamás salen del escenario para representar fragmentos de cuatro vidas, nunca vacilan en sus parlamentos y convencen en sus papeles de pintor y abogada, como la primera pareja y experto en arte y arquitecta, en la segunda. Los diálogos cuentan lo preciso de cada historia y así y todo sabemos que se enamoran, que se mienten, que se persiguen y que terminan comprendiendo, aunque sea tarde, que el amor puede mantenerse en secreto y sin desaparecer.
Un bello núcleo de arte dentro del arte es la referencia al cuadro “El beso”, de Gustav Klimt, versionado más de sesenta veces por padre-pintor que, como lo descubre el hijo ha sido un juego permanente con los rasgos de la amada. Extrañé, como espectadora, que la imagen tan bien descrita con palabras no haya acompañado en el telón de fondo, los momentos de alusión a esa pintura. Los hijos nos cuentan que los amantes se encontraron en sus últimos dos años de vida, ya viudos, que hicieron realidad el “te esperaré” que pronunció él en la última cita. Bien se burlaba ella cuando le decía “eres un romántico”. ¿Acaso triunfó, me digo yo, el mandato de san Agustín, “Ama, y haz lo que quieras”?
Luego de los intensos aplausos que merecieron los actores, ambos hicieron un llamado para que el público guayaquileño asista al teatro. Tienen razón. Detrás de cada actuación hay tanto trabajo, tanta entrega de equipos que no podemos ni calcular, que esa vocación que nos regala trozos de vida humana, solo se realiza totalmente frente a los demás. El Estudio Paulsen, el grupo Muégano, la Casa Cino Fabiani y demás iniciativas dramatúrgicas abren sus puertas constantemente. Se nos espera. (O)