Desde la administración de Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976), cuando se nacionalizó la industria extractivista, Ecuador ha sido considerado un país petrolero. Se impulsó la producción en la Amazonía y se ingresó a la OPEP; el crudo marcó la ruta del desarrollo y la bonanza permitió financiar carreteras, hospitales, refinerías y sostener el presupuesto estatal. Sin embargo, medio siglo después, el país enfrenta una contradicción que amenaza su sostenibilidad económica.
La extracción en el nororiente, cerca del Parque Nacional Yasuní, llevaba más de tres décadas cuando, en 2013, el colectivo YASunidos pidió una consulta popular para mantener en el subsuelo el crudo del ITT (bloque 43). La Corte Constitucional no pudo ser más inoportuna y su actuación más perjudicial para el país, al aprobar una consulta popular fuera de tiempo, presentada hace diez años, por tanto, extemporánea y sobre hechos consumados, sin considerar el bien mayor de los ecuatorianos. La consulta popular, manejada con criterio político, ambientalista y woke, dispuso el cierre de dichos pozos petroleros y la pérdida de un recurso vital para los ecuatorianos.
El costo de esa decisión es alto.
El Estado deja de percibir cerca de $ 1.200 millones anuales que se destinaban a educación, salud, gobiernos locales y obra pública. A ello se suman unos $ 900.000 por el desmantelamiento de instalaciones, hasta $ 2.000 millones por posibles demandas a la empresa estatal Petroamazonas y la afectación directa a siete comunidades indígenas con más de 2.500 habitantes y 915 trabajadores sin empleos. Solo en los últimos cinco años, el área generó beneficios sociales por $ 40 millones.
Los argumentos técnicos no pesaron ante un ambientalismo ideologizado que, a nombre de una exagerada defensa de la biodiversidad, ignoró los impactos socioeconómicos de frenar la producción en un país que ya arrastraba un déficit fiscal crónico. El petróleo, con los avances tecnológicos actuales, puede extraerse bajo estándares de seguridad ambiental que minimizan derrames y contaminación. El dilema real no es naturaleza o petróleo, sino desarrollo responsable frente a necesidades urgentes de millones de ecuatorianos.
Mientras Ecuador cierra válvulas, Perú avanza. En su selva norte, en las cuencas de los ríos Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón, se explotan lotes de gran importancia. Y este año, un hallazgo en el lote Z-62 confirmó la presencia de crudo ligero en aguas profundas frente a Lambayeque y La Libertad, cerca de las costas de Ecuador. Los estudios preliminares estiman reservas entre 3.000 y 4.000 millones de barriles, con lo cual Perú podría pasar de importador a uno de los principales exportadores de Sudamérica.
La paradoja es evidente: mientras un país vecino perfila su futuro energético con visión estratégica, Ecuador se priva de ingresos indispensables para sostener a su población. “Morirse de sed junto a la fuente” es más que un refrán; es la descripción de una política que confunde simbolismos con realidades. Esto debe cambiar. El desafío no es renunciar al petróleo, sino administrarlo con responsabilidad económica y ambiental. (O)









