Las hermanas Poleth y Anaís Méndez, Kiara Rodríguez y todos sus compañeros nos acaban de regalar una nueva alegría a los ecuatorianos al obtener tres medallas y algunos diplomas en los Juegos Paralímpicos Tokio 2021. Sus logros tienen el mismo valor que los conseguidos por Jefferson, Richard, Neisi y Tamara; sin embargo, el público no les ha prestado mucha atención y la prensa les ha dedicado poco espacio. Creo que una de las razones que explican esa falta de interés radica en la posición generalizada en nuestra población respecto a la vida y actividades de las personas con desventajas de orden motriz, sensorial o cognitivo que se reúnen bajo el término de ‘discapacidades’. Una posición que oscila entre la absoluta indiferencia y la caridad contingente. Una posición que ignora el hecho de que muchas de aquellas personas son más fuertes, veloces, valientes, leales, constantes y productivas que la mayoría de quienes presumimos de ‘normalidad’.

Entonces, Poleth y compañía no presentan más ‘discapacidad’ que muchos ecuatorianos, incluyendo a algunos (felizmente no son todos) que cobran un sueldo y muchos beneficios, por ocupar una silla haciendo de ‘asambleístas’ en este periodo y en los anteriores. Porque antes de que transcurran cien días de su gestión, ya verificamos que algunas de esas personas sufren una severa discapacidad moral, un notorio retardo laboral, un déficit cultural evidente y una clara aunque incuantificable minusvalía intelectual. En ese sentido, nuestros supuestos representantes ¿nos representan? Me temo que sí. En primer lugar, nosotros los elegimos y somos responsables por ello. En segundo lugar y en términos proporcionales, es decir en aquello de ‘algunos pero no todos’, nuestros asambleístas encarnan las fallas e inconsistencias de nuestro sistema educativo, de nuestra falta de institucionalización, de nuestro subdesarrollo político, de nuestra desestimación del valor de la palabra, y de la atrofia en nuestro ejercicio de ciudadanía.

Tenemos, más o menos, los asambleístas que merecemos, aquellos que practican públicamente algunas de nuestras discapacidades más comunes: la viveza criolla, la corrupción, el uso del cargo como agencia de empleos para amigos y parientes, la ‘ética’ del disimulo, la oposición a toda iniciativa de cambio que demande renuncia y esfuerzo, el cultivo de las apariencias, la ausencia de diálogo, la incapacidad de producir acuerdos, la comodidad y la improductividad. A todo lo anterior habría que añadir lo peor de todo: nuestra apatía y falta de concernencia por aquello que debería interesarnos a todos en cuanto a la cosa pública, y nuestro perezoso refugio en el mezquino y narcisista espacio individual. Entonces, ¿de qué nos quejamos, si quienes cobran coimas, exigen diezmos a sus excesivos asesores y predican el evangelio del ‘bien robar’, nos representan?

Quizás estemos de acuerdo en que la dimensión, composición y funcionamiento de nuestra Asamblea demanda profundas reformas legales y constitucionales, así como nuestra ley de partidos y todo nuestro sistema político. Pero, ¿qué vamos a hacer los así llamados ‘ciudadanos’ respecto a ello? (O)