El bestial asesinato de una joven enfermera en Quito, que tras ser muerta fue desmembrada, escala las máximas cotas del horror. Es de esperar que el hecho sea castigado con todo el rigor y no que, aprovechando los subterfugios creados por la chiflada legislación que nos rige, salga libre y escape de la sanción. El que homicidas se ensañen con el cadáver de su víctima para dividirlo en pedazos se ha vuelto frecuente en todo el mundo, se saben de casos así en España y otros países europeos, se han visto con atroz frecuencia en México y Argentina. En el Ecuador ya no son raros, sobre todo si ponemos en la misma cuenta a los decapitados, cuyas testas maltratadas aparecen en vías y campos de muchas provincias. Que un comportamiento salvaje se extienda y se vuelva frecuente, lejos de disminuir la importancia de cada hecho, multiplica su amenaza y odiosidad, pues nos advierte que todos estamos expuestos a este delito que se propaga como una diabólica epidemia.
Apareció en Quito cuerpo desmembrado de mujer
En las cinco décadas que viví del siglo XX solo recuerdo un caso en Quito que estremeció a la entonces franciscana urbe cuando, justamente en la plaza de San Francisco, fue abandonado un tronco descabezado y desmembrado. Pero no se puede decir que tan aberrante procedimiento haya aparecido en la época moderna, en la que para algunos “cunde el pecado y la depravación como nunca”. Pensemos no más que, durante la Colonia, la mayor parte de los condenados por una amplia variedad de crímenes, tras ser ejecutados con garrote (que consistía en una forma de ahorcamiento) eran amputadas sus extremidades y su cabeza, restos que se colocaban en los caminos de entrada a la ciudad como tétrico escarmiento. Así ocurrió, entre muchos otros, con la pareja patriota de Rosa Zárate y Nicolás de la Peña. No hay crimen que no haya sido alguna vez cometido por un Estado.
No es coincidencia esta relación entre la brutal práctica legal y el sádico método delictivo. El propósito de una y otro es demostrar un poder que es capaz de traspasar cualquier barrera ética y moral. Su objetivo es aterrorizar a quienes se oponen a su propósito, esto vale tanto para los Estados criminales, como para las grandes mafias e incluso para el delincuente solitario que también está enviando un mensaje a sus probables víctimas: si te resistes, terminas en pedazos. Quizá la actual ola tenga origen en las sangrientas prácticas instauradas por las mafias narcotraficantes. Son protogobiernos que quieren exhibir un poder incontrastable, “sin límite”, de manera que la autoridad del Estado palidezca ante ellos y finalmente se quiebre. Si la cruel ferocidad se multiplica y se hace habitual, el más insignificante rufián se cree “autorizado” a fragmentar los despojos de su víctima, pues expuesto como está a la prevaleciente barbarie carnicera, cualquier otro proceder le parecerá flojo e insuficiente. La violencia es siempre una espiral, un vórtice, que no cesa de crecer y profundizarse. La única forma de detenerla parecería ser devolver al Estado el monopolio del uso de la fuerza, dentro de un marco de derecho, con dirigentes decididos y plenamente conscientes de su legitimidad. (O)