Después de 18 años, regresé hace poco a Puerto Ayora, cabecera cantonal de Santa Cruz. En mi última visita había facilitado un proceso de planificación a futuro con las asociaciones de guías turísticos de la isla, y Alejandro, entonces de 12 años, me había acompañado. Mientras yo recogía ideas en papelotes que pegaba en los ventanales del hotel, él, enyesado de un pie, se las ingeniaba para maniobrar una bicicleta y explorar los encantos del puerto. En esta ocasión, volví con toda mi hermosa familia, lo cual fue casi una hazaña por la cantidad de permisos, certificados y salvoconductos que tramitamos para poder entrar a nuestro Parque Nacional, declarado Patrimonio Natural por la Unesco en 1978.

Iniciamos el viaje desde el aeropuerto de Guayaquil con destino a Baltra, ingresando al avión por medio de una manga, pero al arribar al aeropuerto insular encontré la misma escena de 2003: solo había escalerillas para descender. Ahora me movilizaba en silla de ruedas así que, o bajaba del avión bien agarrada de las barandas, sujetada por mis musculosos hijos, o si tenía suerte, me mimetizaba en fragata y volaba a tierra. Optamos por lo primero.

Luego de varios trayectos terrestres y marítimos, entusiasmados con la belleza de los paisajes, llegamos al hotel en Puerto Ayora. ¡Cuál la sorpresa de mis inquietas nietas al toparse de frente con dos enormes lobos marinos, esculturas vivientes de bronce, apoltronadas en grandes bancas de madera! Media docena de iguanas marinas deambulaban cerca del comedor y unos cuantos pajaritos, con pinta de peluches, danzaban con pasitos cortos. Al costado, impacientes cangrejos jugueteaban en una gran roca, sin inmutar a un par de pelícanos apostados en la cima. Una auténtica proeza de cohabitación mundana.

En Santa Cruz recorrimos bellísimas playas de arena blanca y cristalinas aguas, cuidadas celosamente por solitarios guardias. Rodeados de manglares, árboles bicolor y altísimos cactus, nos enrumbábamos en la mañana por senderos magullados de tierra y piedras volcánicas, y algunos adoquinados, para encontrarnos con las gigantes tortugas, aves exóticas o pequeños tiburones. Nada que envidiar a otras reservas marinas en el mundo. Durante las andanzas, mi silla de ruedas se atascaba cada tanto, así que terminaba el día algo ‘desconfigurada’. Y es que la falta de accesibilidad es notoria en la isla; me resultó difícil entrar a tiendas, cafés o atracciones, debido a los altos escalones y la escasez de rampas. Este es un tema que debe llamar la atención de los gobernantes, ya que no puede privarse a las personas con discapacidad de conocer un paraíso como Galápagos, debido a barreras de accesibilidad que impidan su tránsito en libertad.

Antes de volver al continente, acogidos por el color turquesa de la bahía y el cielo despejado de sus nubes panzonas, me senté junto a mi esposo en el nuevo muelle, observando los vestigios de Darwin por doquier. Me invadió la nostalgia, evocando la otrora palpitante Babel y añoré las vibrantes bienvenidas de antaño. Extrañé el olor de la bohemia, cuando con el espíritu gastado, nos fundíamos en abrazos cómplices entre forasteros. (O)