Nunca estará de más recordar el libro de Gabriel Zaid, convertido en clásico a estas alturas, con más de 50 años, titulado De los demasiados libros, publicado originalmente en 1972. La reflexión de Zaid aborda distintos temas vinculados al mundo de los libros, las editoriales, las librerías, y lo hizo con tanta gracia que The New York Times Book Review destacó que una de sus virtudes era la frescura de su “aire de improvisación”. Por supuesto, improvisación aparente, propia de los grandes articulistas o ensayistas, más en el caso de Zaid por la precisión y puntualización desde la que parte.
El libro fue traducido a más de diez idiomas, no de un día para otro, sino luego de más de veinte años de publicado, cuando los lectores de fondo asimilaron la consistencia de su reflexión. Menciono esto porque de vez en cuando se lee al paso en una reseña, artículo o nota sobre uno u otro autor, como si se tratara del comentario que no debe faltar, que más allá del libro puntual o el aspecto que se comenta, la obra de ese autor es prolífica o bien escasa. Por supuesto, si se va a hablar de George Simenon (más de 190 novelas publicadas), de Agatha Christie (más de 60) o de Joyce Carol Oates (más de 50, y no breves precisamente), la cuestión cuantitativa es desbordante. En lengua española solo habría que mencionar a César Aira y a Jordi Sierra y Fabra. Pero también podríamos irnos al extremo y sacar a luz nuestros clásicos de la parquedad novelística: Rulfo (una novela), Lezama Lima (dos), Augusto Monterroso (una, que ni siquiera parece novela, pero es cuando más novela es), si quieren las dos de Guillermo Cabrera Infante (luego salieron unas póstumas, que no quiso publicar en vida), o las tres novelas de Sábato.
Creo que la grafomanía o la parquedad no tienen discusión, porque responden a naturalezas específicas, casi diría la necesidad ineludible en la sobreproducción o la escasez. El asunto es tener que distinguir en el ancho mundo que va de un extremo a otro. Porque salvo las patologías, si puede llamarse así a la abundancia o la sobriedad, las cifras no son relevantes, pero sí es un tema a tener presente con el asunto de la sobreproducción gratuita e innecesaria, es decir, cuando los libros se suceden uno tras otro sin ningún avance, repitiendo el molde y agobiando a los lectores que quisieran también crecer, pero que los autores mantienen en un estado de letargo, sin cambios, sin avances, como en un limbo. Por supuesto, hay lectores que ya se dan por satisfechos con esa repetición. Es más, que el escritor no se mueva para nada y que los libros sigan con ese mismo ritmo, extensión, forma, conflictos y estructura. De acuerdo, hagamos otra excepción en este caso. A fin de cuentas, no se trata de imponer una modalidad u otra. ¿Resulta entonces infructuoso ponerse a hacer consideraciones al respecto? Precisamente cuando se ha ubicado la naturaleza de tópicos y extremos, es cuando más hay que hacer preguntas y cuestionamientos. Porque lo cuantitativo en campos de arte y pensamiento es la simplificación de la pereza, como si las estadísticas y los números dijeran todo sin discriminar, pobres contables del espíritu que esperan la validez y la revelación de los números como regla mandatoria en la que sobra la visión, la reflexión y el calado. Los otros contables, lo que sí se tienen que enfrentar con ventas y problemas logísticos, necesitan los números y responde a la realidad de su mundo. Pero en el campo de los contenidos, del pensamiento, lo prolífico o lo parco sobra, porque de alguna manera es el recurso de relleno, escrito a vuela pluma, con lo que supuestamente se refrenda una idea errada respecto al ritmo de cada escritor.
A veces sobre una misma cifra los criterios pueden ser diferentes. Prefiero a los escritores parcos, a los autores de muy pocos libros, cuando estos demuestran que se han entregado a fondo y explorado vetas que marcan diferencia. La antigüedad está plagada de estos autores, desde Homero con sus dos grandes obras, a Ovidio o Virgilio, o historiadores como Tácito o Heródoto, la excepción que confirma la regla es el prolífico Plutarco con los extensos tomos de sus Vidas Paralelas. Solo que en su caso, aunque sea un libro muy largo, el principio operativo es el mismo: poner dos vidas una al lado de la otra, la de un griego y un romano, y establecer una comparativa. Y es que quizá se trata de eso, es decir, no el número como cantidad de ejemplares, sino el principio operativo, el núcleo central que articula el libro, sea que tenga cien páginas o cinco mil en distintos tomos. Quizá visto así Simenon, Agatha Christie, Henry James o Aira, publicaron una sola obra. Y autores como James Joyce, con sus tres novelas tan diferentes entre sí, o Cabrera Infante con sus dos novelas, una en las antípodas de la otra, aunque ambas giren sobre La Habana, dieron visiones contrapuestas que refleja su versatilidad en la exploración y el riesgo. Probablemente lo recomendable sea dejar a un lado el criterio cuantitativo que no se sustenta debidamente, sin tener la responsabilidad de advertir que ese autor de pocos libros tiene muchas perspectivas distintas, además del talento, la generosidad y la capacidad de desafío de alejarse de sí mismo y entrar a ese otro yo que vive en él, que le dice lo contrario, que rasga el panorama fijo con fisuras por las que se entrevé otros mundos.
Creo que los lectores, los tan subestimados lectores a los que se cree que se les puede ofrecer cualquier cosa, tienen el llamado olfato de lector, esa capacidad para percibir el alcance de un libro y de un autor. No necesitan leer mucho para comprender la verdad que les revela su olfato. Una obra basta. Y entonces se apegan. O salen corriendo. (O)