Invierto la fórmula habitual de esta expresión deliberadamente. Lo que resulta obvio es que los padres se ocupen de los hijos que traen al mundo y que sean ellos los que regulen las relaciones que se entablan entre las dos generaciones. Padre y madre que aman, educan, protegen a sus hijos en una asunción plena de los deberes que brotan de la progenie y los afectos espontáneos por las criaturas que, sean producto de vínculos conyugales o de nexos pasajeros, nacen y se suman a la red de elementos de una sociedad.

Padres e hijos (1862) se llama una novela del siglo XIX del escritor ruso Iván Turguenev, precisamente para confrontar a dos generaciones que ven la vida de manera diferente. Lo casi natural es que los esquemas ideológicos y patrones sociales de los hijos sean los mismos que los de los padres porque del hogar y de los primeros maestros (que son elegidos para prolongar la visión hogareña) brotan los valores, costumbres y demás formación de los individuos.

¿Valoramos la libertad?

Lo que la sociedad espera es que la paternidad y maternidad sean prácticas amorosas, abnegadas y lúcidas, que sean capaces de moldear a los hijos por los caminos de bien y dentro de las pautas de la honestidad y buen proceder; los desvelos de los padres se miran con admiración y se aplaude a quien educa y hasta saber disciplinar y castigar a los hijos. Las mujeres metaforizan su amor con “para defender a mis hijos soy una fiera”; los hombres con “cuando los castigo, me duele más a mí”. Los varones que abandonan a sus retoños, tal vez lo hacen porque saben que con ellos quedan las madres luchadoras, capaces de todo sacrificio.

Hoy quiero plantear el vínculo al revés: analizar la suerte de esos ancianos que, reducidos por la edad y las enfermedades, dependen de los hijos. Para cuando esto ocurre, ya los amadísimos hijos han formado sus propias familias y sienten como un peso a esos padres de vidas demasiado prolongadas y calamidades fisiológicas, que exigen cuidado. No queda presupuesto para dar una mesada a aquellos que atendieron a los jóvenes hasta pagar carreras y especialización completas; no hay una habitación en la casa para acoger al padre o madre viudos que debe arrastrar un vacío hasta su propia muerte; la pensión jubilar (estrecha) y la atención de salud en el IESS (deplorable) condenan a esos sobrevivientes a unos padecimientos que no son dignos de quienes se entregaron al “maternar” (recuérdese el verbo que une a hombre y mujer en la capacidad de velar por los críos).

No son clientes, son pacientes

Muchos son los errores que cometieron nuestros padres, cualquier adulto lo sabe cuando mira hacia atrás, pero una medida de la madurez es reconocer la calidad del amor y la atención que fueron capaces de dar hasta por encima de sus limitaciones de estudio, de ubicación social y de creencias. Frente a los viejos padres o a los que pronto lo serán, debe brotar una profunda gratitud, un sentido de la comprensión y la ternura: hoy la abnegación les toca a los descendientes, el cuidado nocturno, la anticipación con que un verdadero hijo presiente hasta el pudor y la vergüenza de quien ha alterado los miembros de la fórmula: el anciano es ahora una nueva forma de hijo. Sé que los hay, sabemos que hoy se retiran de puntillas de una habitación a oscuras, que vigilan medicinas, que devuelven algo de los mucho que recibieron. (O)