Estuve dos años sin contagiarme de COVID-19 hasta que llegó enero, un mes que fue un reto y un despertar brusco a la realidad. Una lucha personal inmersa en un desafío diario que se llama Ecuador. ¿Los síntomas? Fuertes, muy fuertes. Atacan tanto el cuerpo como la mente. El agotamiento mental y la sensibilidad no te preparan para salir a las calles nuevamente. Es como si en realidad a veces provocara aislarse para siempre con las noticias que desgarran. ¿Vacuna? Claro que sí, la única que nos permite seguir peleando contra este virus que hace un año todavía terminaba con la vida de millones. Y si solo existiera una vacuna contra la pobreza de alma, la ignorancia y la corrupción…

¿El encierro? Un martirio. La soledad voluntaria, esa que tomamos por decisión, es un placer. La que te obliga a aislarte por necesidad es un tormento mental y anímico. En mi aislamiento no podía hacer mucho; la fatiga me tumbaba, no tenía hambre, no podía dormir por imposibilidad de respirar y con dolor en el cuerpo y fiebre, no podía terminar de redactar una carilla en documentos por el fastidio que sentía en mis ojos sumado al dolor de la cabeza. Me preguntaba cada día cómo viven el aislamiento las familias grandes que viven en una casa de 16 metros cuadrados con techo de zinc y que probablemente estén vacunados, pero no van a poder salir a trabajar para conseguir el pan del día. ¿Todavía cabe quejarme?

Siempre me cuestiono respecto a lo que esta pandemia trajo para enseñarnos. Los niños aislados de la interacción humana fundamental a su edad, de la educación presencial y de todo lo que se aprende en un aula más allá de matemáticas y literatura. Los adultos y los Gobiernos seguimos jugando a conocedores; haciendo de las nuestras para continuar con una normalidad que ya no existe. Todo ha cambiado, tenemos años en retroceso económico y desarrollo, nos encontramos con más pobreza de alma y con más hambre en las calles. Percibimos a diario la desgarradora radiografía de nuestra realidad. Los días continúan impredecibles.

¿Las medidas?, un vaivén de decisiones que no comprendemos si son efectivas, apresuradas, desmedidas o innecesarias, si son tomadas de manera estratégica o visceral, pero que debemos acatarlas. Pienso también en las pandemias culturales que viven enraizadas en nosotros. En el machismo y sexismo que matan, la ignorancia que nubla la razón, la falta de educación que nos condena y más a quienes no tienen oportunidades, la falta de empatía que desconcierta, el oportunismo, la sinvergüencería y la inseguridad que nos arrebata todo.

Me quedan muchas dudas, si como sociedad hemos mejorado con este reto mundial o si nos alejamos cada vez más de un lugar ideal que será el futuro de nuestros hijos y un mejor presente para nosotros. Esperanza y fe. Las que nos mantienen día a día soñando y trabajando por un mundo mejor y por sentir calma en nuestros corazones. Por despertarnos con noticias positivas en las que dejamos de deforestar, los niños vuelven a sus clases, los pacientes con cáncer se recuperan, le ganamos la guerra a las drogas, la salud mental se prioriza. Que pronto nos levantemos de esta pesadilla tan larga siendo mejores. (O)