En tiempos de incertidumbre los populistas encuentran un terreno propicio para presentarse como salvadores del “pueblo”. Su discurso es directo y cargado de promesas que apelan más a la emoción que a la razón. Reconocerlos no siempre es sencillo, pero existen rasgos comunes que permiten identificarlos.
El populista construye un relato en el que divide a la sociedad en dos bloques irreconciliables: el pueblo puro y las élites corruptas. Con esta dicotomía se coloca a sí mismo como el único representante legítimo de la voluntad popular. Así lo hicieron figuras como Juan Domingo Perón en Argentina o Hugo Chávez en Venezuela, quienes acusaban a las élites económicas, políticas o académicas de ser responsables de los males nacionales.
En este marco, el populista se presenta como la auténtica voz del pueblo, lo que conduce a otro rasgo característico: la concentración del poder en la figura del líder. No se muestra como un dirigente más, sino como alguien indispensable, un “mesías”. Su figura desplaza a partidos, parlamentos y otras instituciones. Adolf Hitler en Alemania y Benito Mussolini en Italia llevaron este culto al extremo, pero la historia moderna está atiborrada de ejemplos de presidentes que se proclamaron “protectores” de la patria.
Otro signo claro es la oferta de soluciones rápidas a problemas complejos. El populista habla de acabar con la pobreza en cuestión de meses, eliminar la corrupción con un decreto o generar prosperidad ilimitada mediante políticas que no resisten análisis. Según su lógica, los problemas de la sociedad no son resultado de complejos factores que requieren políticas sutiles, sino de la acción de las élites corruptas. De allí que la solución parezca simple: derrotarlas con una voluntad política firme.
Los dos enemigos más grandes de los populistas son los jueces y la prensa. Los jueces porque representan el freno legal a sus ambiciones; la prensa porque cuestiona y expone sus excesos. Por ello buscan desacreditar, intimidar y controlar a ambos. No es raro que también culpen a actores externos de los problemas internos. Organismos internacionales, gobiernos extranjeros o tratados de libre comercio son presentados como parte de una conspiración de “las élites”.
Como dice el evangelio, “por sus frutos los conoceréis”: cuando un político insiste en que representa al pueblo, cuando ataca de manera constante a jueces, periodistas y académicos, cuando promete transformaciones inmediatas que parecen imposibles, cuando habla de la llegada de una “era dorada” o cuando concentra las decisiones debilitando a las instituciones, estamos ante un populista.
Reconocerlo exige estar atentos al lenguaje y a los actos. Un líder que divide a la sociedad entre “nosotros y ellos”, se atribuye la voz única del pueblo y combate a jueces y prensa no fortalece la democracia, la debilita. La historia demuestra que, aunque generan entusiasmo inicial, los populistas dejan polarización, crisis y un deterioro institucional difícil de revertir. Detectarlos a tiempo y combatirlos no es un ejercicio teórico: es una necesidad para proteger la estabilidad y la libertad de nuestras sociedades. (O)