Hace pocos días, la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó por amplia mayoría reformas a la Constitución, entre ellas la reelección presidencial indefinida, tendiendo el periodo presidencial de 5 a 6 años y eliminando la segunda vuelta presidencial. En realidad, el resultado de la votación no sorprendió, pues las reformas fueron hechas a la medida del actual presidente salvadoreño, quien, como todos conocen, tiene amplia mayoría en esa función del Estado. Tras recibir las críticas de la oposición, Nayib Bukele afirmó que el 90 % de los países desarrollados permite la reelección indefinida de su jefe de Gobierno y nadie se inmuta, y que la paradoja es que, si un país pequeño como El Salvador hace lo mismo, es el fin de la democracia.
Hay que recordar que nuestro país estuvo cerca de vivir similar experiencia cuando la Corte Constitucional dio su visto bueno, hace 10 años, al conjunto de enmiendas aprobadas previamente por la Asamblea Nacional, entre las cuales se incorporaba la reelección indefinida de los cargos elegidos por voto popular; en su momento, el expresidente Correa anunció su apoyo total a la posibilidad de la reelección indefinida de todas las dignidades, lo cual influyó de manera decisiva en las decisiones de la Corte Constitucional y Asamblea. Correa, basado en similares argumentos que Bukele, afirmaba que la necesidad de la alternancia en el poder era distorsión del ejercicio democrático y que, si el pueblo respaldaba la reelección indefinida, era un deber político incorporar esa figura como mandato constitucional. También se mencionaba con frecuencia en esa época en nuestro país que existen formas de gobierno más avanzadas que permiten claramente el ejercicio indefinido del poder.
La realidad es que en el modelo presidencialista latinoamericano la tendencia en las últimas décadas ha sido la de eliminar la posibilidad de la reelección indefinida, pues al día de hoy solo Venezuela y Nicaragua, con sus Gobiernos fantoches, son los países que aceptan la reelección indefinida, en clara sintonía con lo que pregonaba el socialismo del siglo XXI. Queda claro que esa opción deja abierto el camino para que Gobiernos autoritarios y con poca vocación democrática intenten perennizarse en el poder, desvirtuando la esencia de la democracia. Pero ¿qué ocurre si, a pesar de ese riesgo, un pueblo decide optar por la reelección indefinida en una consulta abierta y transparente? Quizás recordar que la Corte IDH determinó en su momento que la reelección presidencial indefinida no es un derecho humano, advirtiendo que esa posibilidad es uno de los mayores peligros para las democracias de la región.
El punto es que para gobernantes con importante respaldo popular, como Bukele ahora o Correa hace algunos años, la posibilidad de la reelección indefinida va más allá de sus eventuales convicciones democráticas y se convierte en un objetivo trascendente de su visión política. En ese contexto, estoy convencido de que hay que cerrar el paso a la idea de la reelección indefinida, pues más allá de cualquier discusión dialéctica, es la segura antesala del autoritarismo, en ocasiones tan delirante y afrentoso que termina convirtiéndose en caricatura dictatorial. (O)