“Aspirar” es una palabra cargada de ambigüedad. Puede significar sueños y progreso, o puede oler a polvo, sangre y degradación. Hoy esta ambivalencia semántica encierra la crisis moral que atraviesa nuestra sociedad y la de muchas sociedades latinoamericanas, que carcome el tejido social de nuestra región.
Millones de jóvenes crecen en contextos de precariedad, pobreza y violencia. Frente a la promesa rota de la educación y el trabajo digno (“nini”, ni trabajo ni estudio), el narcotráfico se ha convertido en una vía rápida para “prosperar”. Jóvenes, deslumbrados por promesas de riqueza instantánea, se ven atrapados en un ciclo donde los carros de lujo y las mansiones ocultan un trasfondo de violencia. En este contexto, aspirar ha dejado de ser solo una acción física, es decir, inhalar cocaína, cristal o fentanilo, y se ha convertido en una pretensión social: camionetas blindadas, relojes de lujo, fiestas excéntricas, acceso inmediato a lo que para muchos ha sido inalcanzable.
Hace un par de años vi a un joven caminando por la calle con una chompa del cartel de Medellín, al que se le atribuye el asesinato de alrededor de 4.000 personas, incluyendo policías, periodistas, jueces y funcionarios públicos. Además, es el responsable del asesinato del candidato presidencial colombiano Luis Carlos Galán en 1989. ¿Admiración en forma de chompa? ¿Apología del delito?
El modelo narco, lamentablemente, es un modelo de éxito y por lo tanto es admirado y vanagloriado. El ideal “aspiracional” de hoy, alimentado por redes sociales y una cultura de consumo desenfrenado, ha distorsionado el concepto de éxito. Ya no se trata de esfuerzo o trabajo honesto, sino de acumular riqueza a cualquier precio. Los narcotraficantes, con sus estilos de vida lujosos, se han convertido en íconos de este modelo. Las series y películas también contribuyen a volver “aspiracional” el camino a ese mal llamado éxito. Hemos normalizado el lujo sin preguntar por su origen. Si al final logras “llegar”, ¿importa cómo? El problema no es solo criminal, sino profundamente moral.
Mientras los países consumidores aspiran coca, los países productores y exportadores aspiran a lujos ilegítimos. Cada “aspiración” financia una cadena de violencia que deja familias y sociedades destruidas. La demanda en fiestas de élite o en barrios marginales desconoce el costo de la oferta: las fosas comunes, los sicariatos o los niños reclutados por grupos criminales. El costo, en ambas partes, lo paga toda la sociedad: jóvenes adictos, cárceles desbordadas, policías y civiles asesinados, jueces cooptados, inseguridad, miedo.
En Ecuador, el auge de grupos criminales ha transformado provincias enteras, donde el dinero fácil seduce a quienes ven en el narco una vía rápida para “triunfar”. Cada Rolex o F150 blindada que resultan de este triunfo ilusorio llevan consigo el peso de vidas inocentes.
El narcotráfico no es solo un problema de seguridad. Es un mal que corrompe los valores de nuestra sociedad. Y los grupos criminales han convertido la cocaína que se aspira en una moneda de cambio para cumplir un sueño de riqueza... al que también se aspira. (O)