Estamos al final de un año y al comienzo de otro. El nuevo se alimenta del que termina: en él fue engendrado. Su novedad no es ruptura ordenada ni un cierre prolijo de aciertos y fracasos. Es, más bien, un estallido de luz. Como el niño que nace. Como la planta que emerge desde la oscuridad de la tierra sin pedir permiso.

En un hermoso artículo de Margarita Borja, publicado en este periódico, se recuerda que en el corazón del bosque –en esa Europa hoy gélida donde vive– la naturaleza resiste. A pesar de las heladas y de la niebla, permanece agazapada, al acecho, esperando el momento oportuno para renacer. Como un fuego inextinguible que vence al frío y al hielo.

Para quienes vivimos en el calor, la vida se manifiesta de otro modo: bulle incluso en la descomposición, en la podredumbre que las altas temperaturas aceleran en lo que no está protegido. Allí también hay lección. La vida insiste. Se abre paso donde parece no haber condiciones.

La vida se mantiene en una semillita insignificante, en una bacteria minúscula. La esperanza suele ser así: pequeña, frágil en apariencia, pero terca, persistente, casi insolente frente a la adversidad.

Para nacer –una y otra vez– hay que transformarse. Y toda transformación implica soltar: certezas, hábitos, viejas seguridades que ya no sostienen. Cambiar es una condición de la vida. Lo nuevo no remienda lo viejo; lo desarma.

Hay algo profundamente nuevo en cada comienzo, aun cuando el mundo parece repetirse en su violencia y su cansancio. La novedad no siempre está afuera; a veces ocurre en la manera en que miramos, escuchamos, elegimos. En la decisión íntima de no endurecer el corazón. De no rendirse a la muerte que imponen la corrupción, las guerras, el cinismo, la indiferencia o el odio.

En nuestro país, donde la justicia está tomada y el miedo dicta sentencias, donde la impunidad se vuelve paisaje y el poder guarda silencio, esa decisión íntima adquiere un peso político. No acostumbrarse al horror. No llamar normal a lo que es inaceptable. No entregar la vida al desencanto.

En ese punto, la belleza –en todas sus formas– y el arte cumplen una función esencial. Conmueven y salvan. No porque escapen de la realidad, sino porque la atraviesan y la nombran de otro modo.

Nos recuerda que hay algo invencible en la condición humana: la capacidad de crear, de celebrar, de volver a empezar. Por eso, cada fin de año es también un acto de rebeldía. Elegir la alegría en tiempos duros no es frivolidad: es coraje.

La vida que triunfa sobre la muerte lo hace con gestos persistentes. Con encuentros que desafían las ausencias. Con risas que sobreviven al duelo. Con fuegos artificiales que no suenan a guerra, o festejos mafiosos, sino a fiesta compartida. Con la obstinación de quienes, aun en medio de la podredumbre, se niegan a normalizar el horror.

Que el año nuevo nos encuentre así: sin vendas en los ojos ni palabras anestesiantes, con la terquedad intacta, llamando a las cosas y las personas por su nombre. No celebramos porque todo esté bien, sino porque claudicar sería concederles la victoria. Porque seguimos vivos, porque todavía creemos que este país merece algo mejor. Y mientras haya vida –con su mezcla de fragilidad, rabia y belleza– hay razones para no rendirse. (O)