¿Cuándo se pierde la ingenuidad en la política? ¿En qué momento un gobernante reconoce que pecó de confiado y que en la esfera pública hay mucha gente non sancta?

Hace algunos años leí El príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Publicado en 1531, durante el Renacimiento, el texto recorre dos ejes fundamentales: cómo conquistar el poder de un principado y las formas de conservarlo. Si bien a la fecha de circulación del manuscrito (1513) no se habían instaurado las repúblicas democráticas que complejizarían más tarde el arte de gobernar (un imposible freudiano), El príncipe continúa siendo un patrimonio del pensamiento político.

Uno de los argumentos del libro es la dificultad de prever todos los acontecimientos y de establecer leyes universales. Por tanto, Maquiavelo utiliza la figura de la ‘fortuna’ como la fuerza irracional que descarta la ‘virtud’ o capacidad racional. El pensamiento irracional versus el racional, mediado por la ‘ocasión’, son los tres elementos claves para llegar al poder.

Pero conservar el poder es otro desafío y el príncipe deberá tener la fuerza del león y la astucia de la zorra; no solo gobernar con las leyes (del hombre), sino con la fuerza (del animal) y saber usar sus dos naturalezas, porque “el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Es indispensable, pues, ser zorra para conocer las trampas y león para asustar a los lobos”. Debe destacarse por su eficacia más que por su virtud, teniendo buenas leyes, buenas armas y buena relación con el pueblo, más que con las minorías.

Uno de los consejos de Maquiavelo a los príncipes –ya comentado por el presidente de la Corte Constitucional al presidente Lasso– es alejarse de los aduladores: “Elegir en su Estado a hombres sabios y solo a estos darles libertad para decirle la verdad, y solo de las cosas que él les pregunte y no de otras (…), para después decidir por sí solo. Quien se comporta de otro modo fracasa por culpa de los aduladores o cambia a menudo de opinión por la multiplicidad de pareceres y por esto es poco apreciado”. Y concluye que los buenos consejos han de nacer de la prudencia del príncipe; y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos.

Maquiavelo sugiere que el buen gobernante debe parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso, y así serlo, pero estar dispuesto a no serlo “según los vientos de la fortuna y las variaciones de las cosas se lo exijan; no alejarse del bien si se puede, pero saber entrar en el mal si lo necesita”. Porque es más seguro ser temido que ser amado. Por algo el exalcalde J. Nebot declaró recientemente que “para ir al cielo hay que hablar con Dios, no con el diablo, pero para hacer el bien (…) hay que hablar con cualquiera”.

En un diálogo entre los filósofos Jean-Paul Sartre y Cornelius Castoriadis, Sartre le dice a Castoriadis que siempre había tenido razón en el momento equivocado. Y este le contesta que él, Sartre, siempre había estado equivocado en el momento justo. ¿Pasa algo así con la presidencia de Guillermo Lasso?

Los políticos son animales fieros. El presidente enfrenta hoy la contradicción de convertirse, o no, en uno de ellos. (O)