No deben ser más de cinco años los que han pasado desde que la violencia se situó en el primer lugar en las listas de los peligros que amenazan a los países latinoamericanos. Si bien en algunos de ellos, como México, Colombia o Haití, ya estuvo presente desde varias décadas atrás, su avance en los que se consideraban a salvo de ese peligro es un hecho relativamente reciente. Esto no solamente encontró desprevenidos y poco o nada preparados a los demás, incluidos los que se consideraban islas de paz, sino que se constituyó en un fenómeno continental. Dejó de ser una situación anómala circunscrita a las fronteras de un país para convertirse en un hecho transnacional.

Este nuevo carácter exige estrategias asimismo nuevas para enfrentarlo. El crimen organizado, que es el sujeto que diseña, ejecuta y se sirve de la violencia, no puede ser enfrentado con los criterios que fueron diseñados para los tiempos en que su accionar se limitaba a uno dos países. Su condición de actor transnacional exige respuestas en ese mismo nivel. Las políticas que puede desarrollar cada país aisladamente –que, por lo general, se restringen a los aspectos más visibles de la violencia armada– afectan en mínima medida a unas organizaciones que se mueven incluso en los niveles más inimaginables. La violencia es solamente la cara más visible, con su utilización de los sectores sociales más vulnerables de la sociedad, vale decir, los más pobres.

Además del costo social, cuya mayor y más dramática expresión es el número de vidas humanas que se cobran diariamente, este fenómeno constituye actualmente el mayor enemigo de la democracia. El indicador más visible en este aspecto es la inseguridad, que crea un clima de temor y desconfianza que, a su vez, socava la convivencia social y lleva a la pérdida de los valores ciudadanos. Adicionalmente, esa población atemorizada clama por la mano dura, que supuestamente puede poner orden aun a costa de la pérdida de derechos y libertades.

Pero lo esencial del accionar del crimen organizado se encuentra en su penetración en la justicia, en el mundo financiero y en la política. La captación de estos ámbitos es el principal objetivo de esas organizaciones transnacionales. El éxito de su negocio depende de ello, que se traduce en impunidad, blanqueo de dinero y control o por lo menos influencia en la toma de decisiones. Estos son los espacios más preciados para ellos y los menos afectados por las políticas aplicadas hasta ahora en la mayoría de los países. Son muy débiles los procesos de depuración de los órganos de justicia (en los pocos casos en que se los ha realizado), no existen o son precarias las acciones de seguimiento de la ruta del dinero y prácticamente no hay filtros para el acceso a cargos públicos, mucho menos para evitar la presión sobre las autoridades de elección popular.

Si el peligro es transnacional y si las acciones del crimen organizado amenazan a la democracia, especialmente porque erosionan al Estado de derecho, entonces es necesario emprender en esfuerzos conjuntos de carácter continental. Las tareas necesarias no pueden ser realizadas por cada uno de los países aisladamente. Es imperioso contar con una estrategia coordinada de combate a ese enemigo y de fortalecimiento de la democracia. (O)