No sé dónde conocí a Daniel Divinsky. Él decía que fue en México, en la FIL Guadalajara; yo decía que no, que fue en Buenos Aires, en alguna feria del libro de alguna fecha que ni a él ni a mí nos importaba. Lo que sí recordábamos ambos era que fue entre libros, a partir de libros o a propósito de libros. Él decía que yo le caí simpática, yo solo decía que sentí que la confianza, la camaradería y el respeto llegaron nomás. Y por supuesto su impronta, su sello de fábrica: su generosidad.

Abierto a cualquier propuesta, atento al escuchar, detallista al conversar, Daniel no escatimaba nada: descuentos, plazos, consejos, sugerencias, recomendaciones, críticas amables, elogios desmedidos.

Le gustaban los quichuismos de mis escritos y los llapingachos. Cuando mi hija Paz se fue a vivir en Buenos Aires, los hizo para Divinsky. Él, agradecido, me mandó una foto del plato. Me los comí con palta y huevo frito, ¿está bien o faltó algo?, decía el mensaje.

Siempre me hizo un huequito en su agenda, siempre nos invitamos a comer. Yo en Quito, él en Buenos Aires. Así conocí a su mujer, Liliana, la mejor herencia que Daniel me deja.

Llegar a Buenos Aires y verlo era una obligación. De nuestros encuentros más recientes recuerdo el de 2019, en que me invitó a una entrevista en su programa radial Los libros hablan. Se había leído mis Margaritas peripecias y de eso charlamos.

Durante la pandemia me enviaba fotos de conejos patagónicos que yo califiqué de prehistóricos por su inmensidad. Él y Lili se fueron al campo a sobrellevar la peste. En 2023 me invitó a conocer la quinta desde donde fotografiaba conejos.

Siempre tuvimos una comunicación muy natural, tenía la sensación de haberlo conocido siempre. Yo me gradué de bachiller a los 15 años, exactamente cuando vos nacías, solía decirme.

En 2022 conté ya en esta misma columna: “¿Conocés el parque de la Memoria? Si querés, podemos ir y luego vamos a almorzar. ¿Qué decís?”, dice la voz. Es Daniel Divinsky, el fundador de Ediciones de La Flor, el editor de Mafalda, el amigo, el lindo tipo. “¡Claro, Dani, gracias!”, respondo más que emocionada. Hoy sus cenizas navegan en ese punto del Río de la Plata.

En sus últimos meses encontré la forma de hablar sin hablar, de decirle te quiero sin decirle “te quiero”. Yo intenté enviarle mensajes por WhatsApp, pero mi vena cursi y los lugares comunes se apoderaban de mi mano y escribía cosas vergonzantes, horrendas. Intenté enviarle mensajes de audio, pero a lo cursi y vulgar se sumó mi voz tembleque. Opté por leerle lo que escribo y él, generosamente, reclamaba más.

En La ceremonia del adiós, Simone de Beauvoir dice: Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá. Ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo.

En un reportaje dedicado a Borges cuentan que Adolfo Bioy Casares salía de un bar cuando un hombre joven le dijo, “como disculpándose”, que Borges había muerto. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco, fui a otro de Callao y Quintana sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges, escribió Bioy. Yo pienso, ¿cómo será Buenos Aires sin Daniel Divinsky? (O)