La corrupción, ese veneno silencioso que se infiltra en los poros de la sociedad, emerge como el peor enemigo de Ecuador. Este mal no conoce fronteras dentro de la estructura del Estado, contaminando cada rincón del poder ejecutivo, judicial, legislativo y electoral. Los guardianes de la nación, quienes juraron servir a la patria, parecen ahora seguir el camino de Judas, vendiendo la esencia de Ecuador por una bolsa de monedas efímeras. Pero, a diferencia de Judas, no hay remordimiento en sus actos; en lugar de un beso, es una bofetada de desprecio lo que reciben los ciudadanos.

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El servicio público, alguna vez el pilar de la búsqueda del bienestar común, se ha convertido en una avenida para el enriquecimiento personal. La misión original de servir a la comunidad ha sido reemplazada por una voraz búsqueda de beneficios individuales, ignorando las consecuencias devastadoras o las vidas que se pierden en el proceso. Este cambio corrosivo no es más que un reflejo de una crisis de valores más profunda, donde lo correcto, lo justo y lo honorable han perdido su significado.

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La corrupción ha erosionado la integridad de nuestras instituciones, dando lugar a un ciclo vicioso de impunidad. Cuando los guardianes de la ley se vuelven cómplices de los criminales, la justicia se convierte en una fantasía lejana. Las cortes liberan a los narcotraficantes, a los asesinos, dejando en claro que la justicia es, ahora, un lujo inalcanzable para el ciudadano común. Funcionarios gubernamentales, cuya tarea es servir al público, se sumergen en prácticas corruptas, mientras que los legisladores y el poder electoral parecen haber olvidado la esencia de la democracia, ignorando la voluntad del pueblo.

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Las repercusiones de esta corrupción sistémica son palpables y desgarradoras. La desesperanza se cierne sobre el país como una nube oscura, dejando a su paso una estela de dolor y desesperación. Los ciudadanos, ahogados por la injusticia, se ven obligados a abandonar su tierra natal en busca de un futuro mejor, desmembrando familias y desgarrando el tejido social de la nación.

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Ecuador enfrenta un camino difícil. La lucha contra la corrupción no es una tarea sencilla, pero es una necesidad urgente para restaurar la confianza en nuestras instituciones y reconstruir la esperanza de un futuro mejor. Solo a través de un esfuerzo colectivo, una renovación de valores y una firme voluntad de cambio, podemos esperar desterrar este mal y redescubrir el verdadero significado de la democracia y la justicia en nuestra tierra. (O)

Eliana Génesis Mejía Reasco, abogada, Guayaquil