Esta es la primera conclusión que puede extraerse de los resultados electorales. Contrario a lo que se había dicho arrogantemente, el correísmo no ganó en la primera vuelta. Es más, su candidato, que fue el único que defendió a ultranza a Correa durante la campaña, logró menos votación que la que obtuvo Lenín Moreno hace cuatro años cuando Correa dominaba todo el aparato estatal. Si ha habido un denominador común que ha permeado las candidaturas de Hervas, Pérez y Lasso —especialmente de los dos últimos— y de la mayoría de las otras candidaturas, ha sido su posición de rechazo al correísmo, de repudio al régimen más corrupto que ha tenido el Ecuador desde que es república. Es probable que entre estos últimos candidatos haya diferencias ideológicas (y está bien que existan), pero la lucha contra la corrupción, el respeto por la independencia de poderes, la libertad de expresión y la alternancia del poder no son propiedad de ninguna ideología, sino que son presupuestos de toda democracia. No es una coincidencia que las naciones con menos disparidades económicas y mayores oportunidades de prosperidad sean las que ocupan los primeros puestos en términos de imperio de la ley y de transparencia.

Pocas veces en nuestra historia se ha presentado un escenario como el actual. Un escenario que nos abre una gran oportunidad para reconocernos como una nación diversa, en términos geográficos, generacionales y políticos. Ahora les toca a los líderes demostrar la suficiente madurez para promover la unidad del país tras ese objetivo superior en la segunda vuelta: evitar que el país sea gobernado por una mafia liderada por un prófugo de la justicia y evitar caer en una dictadura que, como lo ha dicho el candidato correísta, esta vez no piensa abandonar el poder por los próximos 60 años. Pero es una oportunidad también para inaugurar en el Ecuador una cultura de alianzas y entendimientos políticos, alianzas en la que cada uno comience por admitir que no es dueño de la verdad ni que sus propuestas de gobierno son las únicas que valen. De lo contrario, lo que tendríamos es solo el recambio de una dictadura por otra.

Si quien enfrenta la tarea de impedir el regreso de la mafia correísta —en el momento de escribir estas líneas no hay una definición oficial— va a ignorar a los otros liderazgos, en el convencimiento de que el electorado de esos liderazgos votará por él en la segunda vuelta porque simplemente no les queda otro remedio, es probable que gane las elecciones, pero difícilmente va a poder gobernar. Y lo que el país más requiere y con urgencia es un Gobierno de unidad. Un Gobierno efectivo, pluralista y eficiente. Un Gobierno que llegue al poder por los méritos de sus planes y no por los defectos de su contendor. A las dictaduras no se las vence por miedo, sino por convicción.

Sucede en muchas democracias modernas, desde Alemania y Francia hasta Chile y Costa Rica. Lamentablemente en el Ecuador hemos tenido una tradición de antropófagos, en que la política se la entiende en términos destructivos y no como una tarea colectiva de construir consensos. El primer consenso parece que se ha logrado: evitar que el Ecuador caiga en manos de una dictadura mafiosa que saqueó el Estado. Un consenso de gran importancia, sin duda. Pero que no es el único. (O)