¿Qué sistemas suelen ser mejores en la distribución de bienes y servicios? ¿El Ministerio de Salud y el IESS o las cadenas de farmacias y hospitales y clínicas privadas? Ciertamente que nada es perfecto y no es necesario que lo sea dada la urgencia, pero sí debemos tratar de optar por las soluciones menos malas o, al menos, no impedir que se desarrollen alternativas más eficientes.

No debemos caer en el error de permitir un solo comprador: el Estado. La Operación Warp Speed en EE. UU. contribuyó a que se desarrollaran de manera rápida y exitosa las primeras dos vacunas aprobadas por la Administración Federal de Alimentos y Drogas (FDA), mediante compromisos de comprar grandes cantidades de dosis y subsidios a la investigación (los cuales demostraron no ser necesarios en los casos de Pfizer y Moderna).

La estrategia de un solo comprador, el Estado, está aplicando las vacunas a menor velocidad de la que se pudiera lograr a través del mercado. Esto se debe a que se politizó y burocratizó la asignación y administración de vacunas, dejando de lado a las empresas privadas que tienen el conocimiento local y las cadenas de distribución establecidas, necesarios para inmunizar a la población a la mayor velocidad posible.

Josh Bloom, director del Consejo Americano sobre Ciencia y Salud, y mi colega en el Instituto Cato Jeffrey Singer, consideran que, dada la situación subóptima de tener un sistema de distribución centralmente planificado, EE. UU. al menos puede beneficiarse de tener una estructura federal, lo cual permite algo de libertad a los estados para ensayar hasta 51 planes distintos de distribución, limitando el daño de una sola solución para todos.

Desde ya son visibles las diferencias: mientras que Dakota del Norte ha logrado inyectar 89 % de las dosis que le fueron asignadas, Hawái solo ha utilizado un 30,5 %. Hay marcados contrastes entre los estados. Por ejemplo, el gobernador de Nueva York adoptó la política de cero tolerancia de desviación del plan del Estado para priorizar a determinados grupos para recibir la vacuna, con una multa de hasta un millón de dólares. Resultado: muchas vacunas en la ciudad de Nueva York están terminando en la basura en lugar de llegar al brazo de alguien que puede continuar propagando la enfermedad o contraerla y sucumbir ante ella.

En cambio, en Washington D. C. mi colega Ryan Bourne se vacunó en la farmacia de un supermercado, dado que allí estas farmacias pueden ofrecer a los clientes presentes en su tienda las vacunas que sobran —debido a personas con cita que no se presentaron para recibirla— y de esta manera evitan botarlas a la basura y logran vacunar a más personas.

No se trata de escoger entre una distribución de mercado o una estatal, las dos pueden coexistir. Las cadenas de distribución privadas ya tienen la capacidad de hacer llegar hasta los recintos más remotos del país casi cualquier bien o servicio. Además, si el Gobierno permite que los privados compren la vacuna y la puedan distribuir y vender, esto permitiría que el Gobierno focalice sus escasos recursos en los más vulnerables. La gran mayoría de empresas estaría dispuesta a pagar para vacunar a sus empleados.

Más libertad y menos planificación central es lo que necesitamos para lograr acabar con la pandemia. (O)