La cosa fue alzar la mirada al cielo y soñar otros mundos. Se captó la luna, el primer punto de exploración visionaria desde autores grecolatinos, pasando por renacentistas hasta llegar a Verne, quien no vaciló en inventar una máquina que llegara a ella. La magia ya no fue necesaria. Se contaba con la inteligencia que desde el siglo XIX confió en artefactos inventados por el ingenio humano. Por ese camino surgió la ciencia ficción, siempre varios pasos adelante de las conquistas científicas y tecnológicas.

Puesta a imaginar, Úrsula K. Le Guin nos legó una novela clave para figurarnos el intercambio entre vivientes de distintos planetas. En 1969, La mano izquierda de la oscuridad fue la plataforma para metaforizar que lo que llamamos internacional puede cubrir distancias mayores, salir de la órbita terrestre y concebir que una gran confederación de planetas se proponga un armónico intercambio. Su obra reúne más de veinte novelas, un centenar de cuentos, poemas y ensayos, la gran mayoría dedicada a crear otros mundos.

Porque crear posibilidades diferentes de la realidad cotidiana que nos ata a placeres, rutinas y tragedias es una de las grandes fortalezas de la literatura. Dirigir la mirada hacia lo que “podría ser” y dibujarlo, no tiene límite. En la novela mencionada asistimos a una diplomacia interestelar que busca proximidad y entendimiento y encuentra desconfianza, por una razón muy simple: los seres que tratan de entrar en relación son diferentes. Un visitante y un político se ven cercados por poderes, creencias, costumbres y geografías que exigen deponer la individualidad para entrar en la esfera del otro.

Mucho se ha comentado la mayor audacia imaginativa de Le Guin: la de crear seres andróginos que reúnen en sí los atributos y comportamientos de lo femenino y masculino, que por lo tanto no sufren conflictividad de género. La sexualidad es un impulso que solo aparece por ciclos, está controlada la natalidad y no hay violencia ni imposición de nadie. Esto no obsta los sentimientos ni la capacidad de establecer compromisos afectivos. Pero no hay familias, los niños crecen en hogares colectivos. En esta materia, más atrevida fue la imaginación de Aldous Huxley que en Un mundo feliz (1932) propuso una tecnología reproductiva y una distribución social en castas al servicio de todos.

La mano izquierda de la oscuridad tiene una capacidad simbólica profusa y profunda porque todo el mundo inventado está sostenido en una cultura correspondiente: hay gobiernos, religiones, mitos primigenios; hay bases para lo común –un paisaje de hielo, otro diseño del tiempo– pero también para lo que separa –dos países, dos estructuras políticas, dos lenguas–. Y en ese ámbito, los protagonistas que empiezan antagonizando comparten una aventura lo suficientemente caudalosa para que se crucen las distancias y florezca la amistad, una amistad que se siente más auténtica porque no se basa en las afinidades sino en el respeto y la comprensión de las diferencias.

Sin duda se trata de una pieza clásica, un hito que rebasa la mera identificación de tipo literario. Veo que todavía sobrevive el prejuicio de que la ciencia ficción es narrativa de emociones juveniles. Gran error: se trata del más ambicioso salto en el tiempo y en el espacio. (O)