En semanas de campaña electoral, multiplicado por un excesivo número de candidatos, algo ocurre con el lenguaje entre lo que se dice y lo que se calla. Los lapsus, las repeticiones, las ideas intercambiables, el temor de parecer “culto” para una masa de votantes a la que se pretende seducir, y su contraparte en la creencia de que ser “absolutamente franco” genera simpatías populistas y votos —como el candidato que anticipó que si ganaba las elecciones se pegaría una gran borrachera en el palacio presidencial y al día siguiente empezaría a perseguir a la corrupción— ponen en evidencia una serie de procedimientos demagógicos que hastían a un electorado básicamente escéptico, relativiza todavía más las opciones y confunde a los ciudadanos.

En rigor, no hubo debate, sino exposición múltiple de intenciones, apelaciones desesperadas a los votantes y pequeños ataques previsibles para manifestarse como críticos. Ante este hervor verbal, solo queda remitirse a los antecedentes de los candidatos. Los hay con trayectorias honestas de distinto espectro ideológico, como Carlos Montúfar, Guillermo Lasso o Yaku Pérez, entre otros que no tienen mayor trayectoria pública y que posiblemente trasmitieron una cierta coherencia y honestidad. El concepto del debate —entendido como diálogo a fondo— implica profundizar en las réplicas y contrarréplicas hasta el punto en que sea posible dilucidar cuál es la verdad de cada uno y qué revela cada giro retórico. Es decir, agotar la palabra hasta desnudarla en contenido e intenciones. Eso se podría lograr solo con tres o cuatro candidatos.

Pero lo dicho y no dicho revela lo que me interesa señalar. El balance de estos debates lo que muestra es la coincidencia en una serie de urgencias por atender —desde la eliminación de la corrupción a las urgencias económicas, laborales, de salud, educacionales y de justicia—, así como muestran la poca capacidad de consenso y solidez en alianzas políticas para evitar la dispersión de candidatos. Esto que no ha sido enunciado se manifiesta implícito como otro tipo de necesidad, quizá la mayor: hay poca capacidad de consenso para la cohesión de partidos fuertes, sostenidos en el tiempo, institucionalizados en el mejor sentido de la palabra. Que el nombre del candidato se recuerde por encima de su partido político es una mala señal democrática. Son (deberían ser) nombres de turno, de hecho ya lo son pero no parece así, estrellas fugaces puestas a prueba para evaluar su capacidad de imantación, y que apenas iluminan con su paso vastos territorios en sombra. La existencia de dieciséis candidatos presidenciales y sus respectivos pequeños partidos para un país de 17 millones de habitantes revela la dificultad de ceder posiciones personales en función de partidos sólidos que se sobrepongan al personalismo de figuras de turno, y que tengan capacidad de crítica interna y de rendimiento de cuentas.

Hablan los candidatos y callan los partidos políticos. Si no es posible lograr esa cohesión en una escala de líderes, que debería ser manejable por la coincidencia de propósitos, es imposible lograrla con todo un país. (O)