Nadie declara la muerte de la poesía. Solamente existe la “muerte de la novela”. A estas alturas, sabemos que la novela lo que hace es renacer una y otra vez, ave fénix de los géneros. Lo llamativo es que para que surja una novela la que debe morir es la poesía. Pero no muere, en realidad, se transforma, se condensa, se vuelve el pálpito de una implosión bajo los horizontes narrativos.

Este preámbulo es indispensable para acercarme a lo que escribe Ernesto Carrión, sobre todo a partir de su novela reciente: La carnada (Seix Barral, 2020). Si hablo de transformación también es porque Ernesto se ha transformado. Había escrito una amplia, compleja y desbordante obra poética a lo largo de trece poemarios reunidos en tres tomos voluminosos: La muerte de Caín, Los duelos de una cabeza sin mundo y 18 Scorpii: abiogénesis. Mientras lo leía con el paso de los años pensaba que esa poesía era un oscuro despliegue narrativo. Me irritaba esa explosión verbal. Buena señal. De 2013 es un poemario que es un anuncio: La novela de Dios. Literalmente es un ensamblaje de géneros que parece el guion de una novela. Allí se declara un razonamiento de novelista: “Yo si puedo ser los otros lo prefiero (…) Que cada libro sea escrito por otra gente que penetra en mis visiones por los ojos dormidos”. Poco después, Ernesto dejará de publicar poesía.

En 2015 dio a conocer su primera novela, Cementerio en la luna. Es una sátira divertida sobre el mundo de los poetas. De ahí venía y de ahí se alejaba. Ahora, cinco años después de una serie de novelas publicadas sin parar, aparece La carnada. ¿Qué ocurrió con esta metamorfosis que venía de una poesía compleja, hermética y narrativa, a la fluidez de la novela? Hay una “ascesis” en el más abierto sentido de la palabra, es decir, un ejercicio de transformación y purificación. Los estallidos verbales del poeta se concentran en un único rayo de luz, feroz y fulgurante: láser.

La carnada tiene una historia eficaz, deliciosamente cinematográfica, sobre la culpa y el deseo de redención bajo la mirada de los otros. El protagonista, Martín, a sus veinticuatro años, radicado en Estados Unidos, está desahuciado y vuelve a morir a su Guayaquil natal. El retorno sirve también para enfrentar la culpa que lo atormenta en torno a una experiencia sexual. Frívolo y banal, educado en una clase acomodada, acostumbrado a la pornografía digital, el caso de Martín es un retrato de época de la educación sexual en la era de internet. Es decir, ninguna educación sino la cruda cosificación de los cuerpos, que termina en la banalidad del mal con sus consecuencias. En un inocente paseo a la playa con un grupo de amigos, Martín comete una violación y nadie se dio cuenta. ¿Es posible esto? Sí, La carnada lo desgrana y pone en evidencia lo atroz de lo reprimido cuando Martín recorre sus propios pasos, uno tras otro, y ese núcleo oscuro emerge con todo el golpe de su sombra.

Ernesto dice que también quiere dejar la novela para escribir guiones. Lo hará, sin duda. Ropajes, máscaras y géneros seguirán cayendo, pero la poesía sigue allí, implosionada. (O)