Como la misma novela lo sugiera, la titulación de los libros debería ser una tarea creativa y analítica especializada. ¿Qué dice este, que bautiza la primera novela de la destacada escritora Mónica Ojeda y que he releído en días recientes? Señala un esforzado camino de lectura como todo lo que ha ido brotando de la pluma de la joven guayaquileña. Los cercanos a la literatura actual conocemos de las ondas concéntricas que se abren en torno de su nombre: que tiene tres novelas, dos poemarios y un libro de cuentos publicados, que vive en Madrid, que las editoriales españolas –como es propio– la han llevado a lugares más distantes. Su palabra –no solo la escrita– está viva y multiplicada en la cantidad de actividad virtual que nos permite oírla.
Yo no puedo descuidar que todo ese afanoso tránsito empezó en La desfiguración Silva, ganadora del premio cubano Alba, en 2014, cuando Mónica tenía veinte y pocos años. Hay demasiado material en ese texto multifacético como para no advertir que tomaba la voz en muy temprana juventud con una madurez impresionante. Se trata de una novela cuyas combinaciones textuales –el relato, el guion de cine, la reflexión, la entrevista, la poesía– comprueban que dentro de ella todo es posible. El lector tiene que sumergirse en sus páginas prevenido para la demanda: no hay historia transparente pese a que todos sus hilos se lanzan y se retoman.
“Guayaquil es una ciudad pirata” sostiene un personaje periodista, que fácilmente encuentra temas para la crónica roja. Y emerge el rostro violento y cruel del puerto. Pero la historia va de sofisticadas crueldades: las que pueden emprenderse desde la intelectualidad de unos personajes que mienten y manipulan datos en pos de realizar obras de arte. En un ambiente universitario, docentes y estudiantes entremezclan sus quehaceres en torno de las diferentes artes, se vinculan para crear, se miran con curiosidad, polemizan. Una trama dentro de la trama revisa el movimiento tzántzico de Quito de los sesenta, y recrea nombres y hechos históricos que nos llevan a filtrar qué ocurrió de lo que no ocurrió, en uno de esos pactos de lectura que nos son gratos.
En este punto la novela halla un núcleo: la distancia entre la realidad y la ficción. La vocación realista de la literatura es proverbial, mas el llamado a romper con esa camisa de fuerza se realiza abiertamente en las páginas de Ojeda, elegido el terreno cinematográfico para mostrar cómo se pueden discutir las representaciones, cómo es válido y necesario explorar con todos los lenguajes artísticos al alcance la noción de realidad. Los hermanos Terán, ya con extrañeza en sus personalidades, nacen en esta novela. Serán retomados con marcas trágicas en Nefando (2016), muestran a una juventud obsesionada por consumir y crear arte, moviéndose entre la gente para conseguir fines, sin profundizar vínculos. Inventan un fantasma –la Gianella Silva a la que alude el título– pero ellos son también imágenes que se borran. Los diferentes personajes entran y salen para sostener una novela que encuentra mucha solidez cuando meditan, cuando revisan películas y tendencias de cine, cuando escriben y filman, y llegan a la conclusión de que representar la realidad es un esfuerzo vano, a lo más, lo que se alcanza es su desfiguración.
Desde entonces, a Mónica la literatura no la deja en paz. (O)