Esta magnífica señora tiene 81 años y está más lúcida que nunca. Truman Capote la odió porque mientras él naufragaba, desesperado, en Plegarias atendidas (que se publicó luego de 18 años de su muerte), ella ponía en circulación dos novelas al año. En la actualidad cuenta más de cien títulos y hace cerca de una década es candidata constante al Premio Nobel.

Estos prodigios de la vida mental –aunque en su cotidianeidad arrastren taras e infelicidades– siempre son aleccionadores. No sublimo a los escritores, pero no deja de intrigarme ese poder invisible que los liga con tanta potencia a la tarea de volcarse en las palabras. Joyce Carol Oates publicó su primera novela a los 24 años y desde entonces ha alternado su pasmosa creatividad con la cátedra universitaria. Como muchos escritores, ha tomado de su propia vida los materiales para sus largas historias, pero ha asombrado con temas distantes. Uno de sus más conocidos ensayos trata sobre el boxeo.

Nacida en un pueblo en el norte de Nueva York, es una gran conocedora del mundo rural en el que creció y estudió en una escuela de una sola aula. La figura de su abuela, que le regala su primera máquina de escribir, determina importantes recuerdos y le revela –solo después de muerta– una ascendencia judía que es la columna vertebral de su pieza más notable, La hija del sepulturero (2007) –aunque resulte muy difícil hacer escala de calidad en tan amplia obra–. Su protagonista, que llega al mundo al momento de desembarcar en los Estados Unidos, en el seno de una familia alemana que viene huyendo de la persecución nazi, es el dibujo de una feminidad compleja y resistente, que se va armando para enfrentar todos los embates posibles.

Cuando se trata de hacer descansar una historia caudalosa sobre los hombros de una mujer tienen que pasar hechos obvios, pero engarzarlos con naturalidad en una cadena de tiempo es lo desafiante: Rebecca crece aplastada por los complejos raciales y culturales de su familia de migrantes, sufre violencia, orfandad, marginación; no sabe tolerar la compasión y no puede identificar a quien la engaña. El amor y el erotismo la convierten en un objeto, pero la maternidad la hace agarrarse de sus propios cabellos –como diría André Gide– y correr por la sobrevivencia del hijo. Con cauto pie, pero siempre detrás de metas, ingresa en la “América profunda”, la huida es al mismo tiempo exploración.

La marca judía le va saliendo en el camino. Algunos se han olvidado de la cultura madre –o más cómodamente, la niegan–, otros se plantan frente a los extranjeros como ante un peligro que se enraíza en los Estados Unidos, los más jóvenes son capaces de asumir términos como “Holocausto” con ligereza. La misma Rebecca ha invisibilizado su procedencia a costa de un nuevo nombre, de un compañero americano y de una vida burguesa común.

Hay novelas con grandes finales. Oates reserva sus mejores cartuchos para un epílogo de sacudidora sorpresa: un intercambio epistolar de esos en los cuales hasta los silencios y los posdatas son significativos, de esos que completan con sus propias palabras a quienes cruzan cartas, sobre todo lo que no nos dijo el narrador. Porque como en la vida, el búho de Minerva vuela al atardecer –Hegel dixit–, así, en el ocaso de esta historia conseguimos la comprensión total. (O)