Dos juicios políticos han quedado como hitos en la historia ecuatoriana. El uno como ejemplo de la política seria e ideológica, el otro como acto inaugural del folclorismo y la astucia. El primero, realizado a mediados del siglo pasado, fue protagonizado por el ministro de Gobierno Camilo Ponce, que logró volcar la mayoría a su favor y le dio el oxígeno que necesitaba el presidente Velasco. El segundo, realizado cuando se iniciaba el actual régimen democrático, tuvo como actor central a León Febres-Cordero, que lanzó toda su artillería contra el ministro de Gobierno Carlos Feraud por la compra de unas muñecas de trapo.

Suena redundante, pero no está demás decir que el objetivo fundamental de un juicio político es político. Aunque utiliza ciertos procedimientos de los procesos que se realizan en los juzgados, difiere de ellos en el objetivo que persigue. Su función básica es sancionar a una autoridad por incumplimiento de funciones o por un delito evidente. Su efecto no puede llegar más allá de la destitución o, en casos extremos, a la presentación de pruebas en la Fiscalía. Lo que importa verdaderamente son los réditos políticos que esperan obtener quienes lo impulsan, sin menospreciar los que puede conseguir el interpelado por la oportunidad que se le presenta.

Por todo ello, cabe preguntarse a quién beneficia el juicio a la ministra María Paula Romo. La respuesta es obvia en lo que se refiere al correísmo. Para ellos es el paso inicial en el largo proceso de juzgamiento por la traición de la que acusan al Gobierno. Es una posición comprensible, que solo esperaba la oportunidad para materializarse. Incluso se puede entender que tomen ese camino algunos integrantes del ya inexistente bloque de Alianza PAIS que intentan alejarse del Gobierno. Su cálculo inmediato es electoral, por un lado; y es instintivo, por otro lado, ya que intentan saltar del buque gubernamental que zozobra. Pero, no hay explicación para los otros bloques legislativos. Aparte de enconos personales que los llevan a actuar hepáticamente, ninguno de ellos tiene objetivos políticos propios, de modo que terminan alimentando la estrategia de los que sí lo tienen.

Aquellos, los que navegan con bandera de ingenuos (la palabra adecuada es más dura), no solo van a darle un triunfo a quien los vapuleó durante diez años, sino que lograrán que se imponga el relato de que el Gobierno hizo uso indiscriminado de la fuerza. Esa es la imagen que quieren instalar quienes sí tienen claro el objetivo político, y lo van a lograr con los votos de los que van a la cola. Ilusamente van a terminar santificando los hechos de octubre que en ese momento condenaron. La censura, en caso de ocurrir, lavará la cara de quienes secuestraron, incendiaron, pidieron a los militares quitarle apoyo al “patojo de mierda” e intentaron el golpe.

A la ministra se la enjuicia supuestamente por la utilización de unas bombas lacrimógenas caducadas. Un pretexto banal como fueron las muñecas de trapo. Hay que recordarles que, en la elección posterior a ese episodio, la Izquierda Democrática vio cómo el interpelante, al que puerilmente apoyaron, les ganaba la Presidencia. Algo debe haber influido la decisión de convertirse en cola de león. (O)