La etimología de la palabra autoriza a decir que éxito es salida. La suprema salida es la muerte, la muerte es el mayor éxito. Este temible año nuestra cultura cobarde se topó con el éxito, se dio de bruces con el coronavirus y no pudo ocultar la verdad que siempre trató de esconder con su modo de vida sibarita, superficial y despreocupado: las personas mueren. Gran parte de las torpezas, pequeñeces e incertidumbres provocados por esta mortandad inusitada se debieron al espanto. Espanto al comprobar que la ciencia no tenía respuestas, al saber que multimillonarios morían igual que los indigentes, que a pesar de que el virus se cebaba en los viejos, podía extender sus tentáculos hasta los infantes, y que el antiguo recurso del milagro ha desaparecido. Como se ha demostrado, la enfermedad causará un número de muertos similar al que todos los años provoca la gripe, y es menos mortal que el ébola o la rabia, pero es lo inopinado, lo no previsto, al demoler nuestras cómodas seguridades, lo que ha provocado el desconcierto que tiene a toda la humanidad corriendo en círculos y cacareando incoherencias como gallinas en cuyo corral ha penetrado una comadreja.
No nos hemos preparados para vivir, porque eso significa prepararse para morir, al fin y al cabo “morir es haber nacido”. No tenemos éxito, nos hemos tapado la salida. Es más que probable que te hayan dicho “no tengas mentalidad fúnebre”, “no pienses en la muerte”, “disfruta el momento”... frases hechas de una mentalidad que niega una de las más importantes características del ser humano: el saber que va a morir, posibilidad que no es compartida por ninguna otra especie. Esta misma certeza que nos lleva a preguntarnos ¿y después de mi muerte, qué? Nuestro diseño nos llama a trascender, no solo sabemos que vamos a morir, sino que tras nuestra muerte el mundo seguirá sin nosotros, “y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”, escribió Juan Ramón. Ese vértigo, esa náusea, ante el vacío futuro provoca nuestra hambre de trascendencia y descubrimos que el ser humano es histórico, que su existencia no se desvanece en el mundo de los muertos, sino que en el de los vivos ha dejado impronta, ha marcado la realidad a su manera.
Esa tendencia infunde el sentimiento religioso, la vida después de la muerte y es válido. También insufla el deseo de fama, que es útil y legítimo. También inspira el amor a la descendencia y es sublime. Pero más allá de eso hay una responsabilidad colectiva que apela al sentido de trascendencia. El mundo no se acabará cuando muera esta generación, pero puede quedar irreparablemente dañado. Podemos dejar, como ha ocurrido casi siempre a lo largo de la historia de la humanidad, un planeta mucho menos digno de ser vivido. Sin pájaros que canten, sin guayacanes que vuelvan a florecer. Pero la mejor parte de la humanidad no quiere ese destino y esto no es pura ecología sino mucho más. Hay arte, hay memoria, hay templos, hay selvas y acantilados. Entenderlo y llevarlo a hechos es ver la luz al final del aterrador túnel de la muerte, es tener salida, es tener éxito. Meditémoslo este Día de los Muertos extraño y sin cementerios. (O)







