El asesinato de Samuel Paty, profesor francés de un colegio al noroeste de París, ocurrido el 16 de octubre de 2020 por haber expuesto en una clase sobre libertad de expresión las caricaturas del semanario Charlie Hebdo sobre Mahoma, es otro delito atroz y absurdo del fundamentalismo islámico en manos de un psicópata del que difícilmente conoceremos su génesis. El mensaje es brutal: cualquiera que hable sobre libertad de expresión y demuestre lo absurdo de la censura debe ser sancionado, aunque no haya cometido la supuesta “herejía” de haberlas dibujado, sino la de ser el mensajero. Falacia por asociación: confundir al mensajero con el mensaje, y matarlo para compensar lo que Freud consideraba la negación de un sentimiento de inutilidad frente a la incontestable verdad del mensaje. Un asesino es, en su origen, un censor radical y absoluto.

¿Cómo se llega a ese extremo delirante? No hay que ir tan lejos. La intolerancia está a la vuelta de casa. Dos días antes del asesinato de Samuel Paty se pretendió censurar en redes sociales a una librería de Quito, Rayuela, por ofrecer a la venta el libro de María Paula Romo y Amelia Ribadeneira: Octubre, la democracia bajo ataque, sobre los violentos incidentes de octubre de 2019 en Ecuador. En una actitud de cómodo y conveniente cinismo digital, unos cuantos fanáticos supuestamente ofendidos porque se vendiera ese libro empezaron a decir que había que “castigar a la librería”. Algún autor ridículamente amenazó retirar sus propios libros. Esta cobardía intelectual que empieza por la obviedad de no leer un libro y deriva en una censura está cargada de una moralina que calma la propia inutilidad a través del rechazo del otro, en este caso de la libertad de divulgar puntos de vista contrarios, y pone en evidencia que no es tan enigmático preguntarse por los pasos silenciosos e invisibles, por la génesis que tarde o temprano cultiva asesinos. El fanático enarbola un sentimiento de pureza, sentimiento hipócrita que casi siempre disfraza una mala conciencia y una incoherencia de base, que se justifica a sí mismo rechazando al otro. Es una identidad barata, profundamente insegura y de perfil escurridizo. No es fanático quien permite conocer criterios contrarios, y más cuando es autocrítico. Todo censor es el principio remoto de un asesino, y señala una lección sobre el rostro: el fanático siempre tiene un rictus obtuso, sin humor.

¿Qué aprender de esto? ¿En qué nos podemos estar equivocando? Cada lector tiene el derecho de no comprar un libro, y de no ir a una librería que lo vende, pero no puede instigar castigos. Probablemente yo no simpatice con la perspectiva de las autoras de Octubre, la democracia bajo ataque, pero iré a Rayuela a comprar ese libro (y otros más) para conocer aquel punto de vista. Quizá obtenga un dato, un solo dato –incluso un silencio– que me aporte para no creer a ciegas ninguna versión. Quizá el mismo libro me dé argumentos para criticar su perspectiva. Es algo a descubrir, y no darlo por sentado como un prejuicio. Es lo menos que se puede hacer por la memoria de ese profesor asesinado por defender la libertad de expresión. (O)