¿Deben los libros promocionarse como si fuesen cualquier producto del mercado? ¿Altera la ‘nobleza’ de su imagen y tradición el que se empleen con ellos las estrategias de la más copetuda publicidad? Sea cual fuere nuestra posición, no tiene larga data que los autores estén comprometidos con sus editoriales a empujar el movimiento comercial de sus obras. Más, desde que contamos con redes sociales que, manejadas por los escritores –todavía algunos confiesan carecer de cuentas e interacciones virtuales– o por personal especializado, nos bombardean sobre el recorrido de una pieza literaria.

Sobre La buena suerte, última novela de Rosa Montero, conocíamos su fecha de publicación mucho antes de que ocurriera y me lancé, vehemente, a una compra por anticipado. Tal puede ser la adhesión que se siente por un autor, al alza la expectativa por cada título que publica, a pesar de que un nuevo libro suponga riesgo y exija legítima demanda de calidad e ingenio de parte del lector. Lo cierto es que llevamos más de un mes atentos a las olas que provoca el último lanzamiento de la escritora madrileña.

No hay duda de que Montero sabe narrar. Cualquier historia que ella cuente fluye con una firmeza y una espontaneidad que hace pensar precisamente en lo contrario, es decir, en que una mano experta coloca las palabras precisas, como insertadas en una ininterrumpida cadena. Saboreamos la sintaxis segura de quien tranza con la oralidad y alimenta a un narrador. La historia siempre viene a la altura de los tiempos: soledad, incomunicación, desintegración familiar, relaciones humanas insatisfactorias. Que un profesional exitoso (y vale que nos conduzca a replantearnos el manoseado arquetipo que arrastra esta categoría) sienta de un momento a otro que tiene que romper con su molde y volver a empezar, lo más lejos posible de su andadura anterior, es el marco general de donde van brotando los hechos para la sorpresa y la amenidad. Con razón, la escritora identifica su novela como un thriller existencial.

Los personajes no son jóvenes –una preferencia repetida en los escritores recientes que cada vez más jóvenes parecen escribir exclusivamente desde la edad que tienen– y esa cifra que nos despachamos con la palabra ‘madurez’ tiene que sentirse y no ser un mero dato. El protagonista, la vecina, el anciano del tercer piso, dejaron hace rato “la mitad del camino de la vida” que diría Dante, para transitar por senderos que no exigen audacia, belleza, intrepidez sino, tal vez, la buscadora significación de los instantes. Con una aguda y lúcida conciencia de la muerte que, por cierto, Rosa va expresando con elocuencia e intensidad en cada artículo y entrevista que da, los entes de esta ficción no se niegan al otro, no caen en fosas irredimibles. El dolor es una constante que no derrota.

Apuntalada sobre líneas sugerentes –“angosta y larga como un mal año”–, ágil para entrar y salir del entramado mental de sus personajes, regada con humor y esas dosis de cordialidad que la autora exuda a raudales en la vida real, la novela es capaz de combinar situaciones de horror y ramalazos de esperanza y humanidad. Hay espacio para la libertad. Como la muchacha rumana que hace el balance al escéptico y amargado profesional, sostiene: Cada ser humano construye su buena suerte. (O)