Buena parte de los habitantes de Guayaquil habrá olvidado que los poemas de profundo talante filosófico Odisea del alma y Canto a la vida pertenecen al poeta de esta ciudad, representante de un romanticismo solemne, Numa Pompilio Llona y Echeverri. Ese nombre es para la gran mayoría el de la calle que serpentea en el corazón de Las Peñas, el barrio más antiguo de nuestra cantada perla. En actitud de homenaje, quiero evocar mis pasos por ella.
Imposible recordar cuándo la recorrí por primera vez, pero sí puedo precisar algunos movimientos que me la inscribieron en la memoria. El ascenso con el cuerpo hacia adelante, poniendo bien los pies sobre las piedras, siempre fue un ejercicio de juventud, de esos tiempos en los cuales no hay esfuerzo que arredre, sino que se actúa por el adorable tirón de las ganas. Ganas de ver a los amigos, de contemplar el río, de vadear las casas que se levantaban a nivel más bajo que el de la calle. Una fragancia a madera envejecida y húmeda era su hálito vital.
Terminando la veintena de edad, fui asidua de Las Peñas. Allí vivía un entrañable amigo como huésped de su propia familia, porque él estudiaba en los EE. UU. Sus visitas convocaban a un grupo que aprendía de su palabra que traía las novedades intelectuales que nutrían largas y repetidas conversaciones en su preciosa sala de alto tumbado y paredes de medio corte. Acodados frente al río, confirmamos nuestra vocación literaria. Un caserón destartalado, más arriba, acogía a artistas pobres, a expulsados de sus hogares por sus predilecciones bohemias; desde entonces se fue perfilando –final de los 70– el carácter de barrio de pintores y escultores.
Alguna vez alguien me llevó a la casa de Eloy Avilés, descendiente del general Alfaro, quien atesoraba recuerdos del famoso antepasado y gozaba de mostrarlos y se explayaba en testimonios. Más adelante, cuando las exposiciones de pintores por la fundación de la ciudad se hicieron anuales, organizadas por la Asociación Cultural Las Peñas, la arteria empedrada fue cita obligada de miles de asistentes. Yo tuve la suerte de acudir a ella cuando todavía se podía fluir sin tropiezos, admirar los cuadros y hasta ingresar a algunos inmuebles que abrían sus puertas en actitud de museo. Darle un abrazo al artista Ricardo Florsheim y a esa dinámica mujer que fue la historiadora Isabelita Tamayo formaba parte del recorrido.
Pese a que saludaba a doña Yela Loffredo de Klein y fui profesora de algunos de sus nietos nunca tuve la oportunidad de conocer su casa, bien enclavada en el centro de la calle, testimonio de otra etapa de Las Peñas, una más moderna con edificios de hormigón y estacionamiento para vehículos. La cervecería que funcionaba en la cúspide era el recodo que obligaba a dar la vuelta y descender. Hoy el barrio tiene un rostro en su anverso que es la vida concentrada en Puerto Santa Ana, un rostro a la altura de los años transcurridos, propio para vida empresarial durante el día e intensa diversión en la noche.
Yo me quedo con Las Peñas de mis recuerdos. Con la sorpresa que me produjo una visita a la iglesia cercana –Santo Domingo– que tiene una figura de oración con la imagen de un filósofo –santo Tomás de Aquino–, con la penumbrosa calleja, con la plazuela y su cañón. Guayaquil nos pertenece de manera personal. (O)









