Hoy en el supermercado me encontré con la botella de cerveza más grande que haya visto en mi vida. Le tomé una foto, obviamente, ¿qué hacemos sino los habitantes del 2020 para comprobarnos que seguimos vivos? “Oktoberfest Märzen. Hacker Pschorr”, reza la etiqueta. Y ustedes pensarán que doce años en Alemania me han entrenado para entenderlo todo, pero confieso que lo único que comprendí es “Oktoberfest” (como ustedes). En la etiqueta dorada asoma dibujada una muchacha rubia vestida con un Dirndl (traje típico bávaro de faldas amplias y corsé apretado y escotado) que en una blanca mano levanta decidida una jarra de cerveza y con la otra se sostiene débilmente del caballo al cual monta de lado, con las piernas cerradas, como toda una dama.

Y es que en Alemania los Kinder han regresado a la escuela, los Eltern a la oficina; cines y piscinas ya tienen permiso de funcionamiento, incluso los estadios (con aforo restringido), pero el Oktoberfest está, definitivamente, ab-ge-sagt (cancelado). El Ministerpräsident de Baviera lo explicó clarito: sí, es la fiesta más grande y linda del mundo, pero no, no se puede: “Vivimos en otros tiempos. Y vivir en tiempos de corona significa vivir con cautela”. Ciertamente el Oktoberfest (que en realidad se celebra en septiembre) se caracteriza por el exceso (de borrachos y mala música) y allí nadie se comporta como dama ni caballero.

Pandemia, gentío y alcohol son un coctel mortal en tiempos de corona. El alcohol hace desaparecer el distanciamiento social como por arte de magia. Qué borracho no ha jurado amor eterno a un desconocido, o bailado cachete con cachete con uno cuyo rostro no recuerda mañana, o no se ha despertado, muerto de sed, a buscar agua y alivio en baño ajeno. Un borracho pierde la cuenta del dinero, las horas y las copas, cómo va a calcular 1,5 metros de distancia, peor aún si le nubla el entendimiento la aparición repentina, entre las espumas de la fantasía etílica, de una amazona a caballo aproximándose sonriente con cerveza en mano.

Me pregunto entonces si el tremendo botellón que me salió al encuentro en el supermercado no es una invitación a emborracharnos en casa, en compañía de un par de amigos o una buena serie (a estas alturas una y otra cosa ya parecen causar el mismo efecto: una falsa sensación de normalidad, amistad y vida). Así se va reinstaurando, entre metáforas y resignaciones, “la vida diaria”. Dichosos volvemos al paraíso de las tiendas. Con euforia de fin del mundo gastamos el dinero que no tenemos en las obras completas de Max Weber, un pantalón nuevo y una desmesurada botella de cerveza. Actuamos (como si quisiéramos ganarnos un Óscar) como si todo fuera normal, cuando lo cierto es que ni en el peor punto del confinamiento hubo tantos casos de corona como hoy. Quizá somos como esa imagen en la botella: esa rubia a caballo elevando una jarra de cerveza con una mano, el largo pelo al viento, la otra mano posada distraídamente sobre las riendas, a punto de caer o atropellar a otros en su vertiginosa cabalgata... Sonreímos mientras nos preguntamos angustiados: ¿a dónde vamos con tanta prisa? (O)