En 1818 el pintor alemán Caspar David Friedrich desarrolló una de sus obras maestras, titulada en español El caminante sobre el mar de nubes o El viajero contemplando un mar de nubes. En la imagen hay un hombre que pretende desplazarse y en su trajinar encuentra una cadena de enormes montañas, imantadas con el cielo y sus tonalidades. El paisaje, con sutil violencia, está envuelto en nubes. El viajero, un romántico, viste de negro. Nunca vemos su rostro, está de espaldas sobre unas rocas. Se inclina hacia su pierna izquierda y se apoya en su bastón. Contempla, creo, la Suiza de Sajonia, la irremediable geografía del mundo o, quizá, su propia vida.

Esa imagen inolvidable ha vuelto a mí estos días. No ha sido fácil el 2020, sobre todo para el Ecuador. Y el futuro, más aún el electoral, político y económico, parece disolverse en un mar de nubes que nos tapan el paisaje. En estas disquisiciones he recordado, además, la última escena de la película El club de la pelea, de David Fincher. El Narrador, por fin librado de Tyler Durden, es decir, de sí mismo, se encuentra a Marla Singer. Ella le pregunta por qué se disparó y él responde que todo estará bien. De pronto detonan las bombas. “Me conociste en un tiempo muy extraño de mi vida”, dice el personaje de Edward Norton, mientras los dos, tomados de la mano, contemplan el colapso de los edificios al otro lado de la ventana. Hay los destellos de una ciudad.

La contemplación del horror es, pienso, uno de los actos de mayor desafío espiritual. Evoco, por ejemplo, a Príamo, el rey de los troyanos que según Homero contempla desde las altas murallas de Troya el combate entre el legendario guerrero Aquiles y su hijo Héctor. Contempla la derrota y muerte de su hijo, y luego el arrastre de su cuerpo en el polvo. Príamo observa impasible su propia derrota y su muerte, y quizá también su resignación, su entereza, y su fragilidad. No tardará el soberano en ir al campamento de Aquiles a rogarle que le entregue los restos de su hijo.

En otras ocasiones ya he recordado la escena de La mujer justa en la que Sandor Marai describe el asedio y el bombardeo a Budapest, en la Segunda Guerra Mundial. Lázár, un escritor burgués -alter es, quizá, de Marai- descubre que el lenguaje, el artificio al que le había dedicado su existencia, no le iba a servir de nada para salvar su vida. El mundo se derrumbaba. Él decide nunca más leer literatura, excepto un diccionario, donde encuentra los últimos fulgores sonoros de su patria, la lengua húngara. Al otro lado de la ventana Budapest y el siglo XX ardían.

Un mar de nubes veo al otro lado de mi ventana. Es el primer amanecer nublado en estos días de verano, en que el Pichincha me despierta con su colosal presencia conocida. Tuve un sueño increíble. Era como un libro de Stephen King, lleno de horror y suspenso. Al abrir los ojos pensé que debía anotarlo o enviarlo como mensaje de audio a alguien para que no se borre de mi memoria. Pasaron los segundos y el recuerdo del sueño desapareció. Ya no será un cuento, ni siquiera una anécdota. Salgo al balcón y contemplo el Pichincha. Siento el frío y la bruma andina. El sol calienta poco y es inefable. Busco, a mi izquierda, al Cotopaxi, pero hoy las nubes me impiden ese encuentro. Cuenta Borges, o yo quiero que así sea, que un día el Quijote soñó que era Alonso Quijano. Uno de los dos fue un sueño de Cervantes o uno de los dos soñó a un hombre anciano y manco que escribía una novela. Intento recordar nuevamente mi sueño y sólo veo: Los mares de Lepanto y la metralla. Un mar de nubes. (O)