Tengo recuerdos muy claros de 1960, pero ya nunca podré saber si este tema lo conocí en los mismos días que ocurrió o me enteré de él en los meses subsiguientes, a través de conversaciones de mi familia apasionada por la aviación. Ese año un misil tierra-aire soviético derribó un avión espía norteamericano U-2, diseñado y operado por la Agencia Central de Inteligencia, CIA. Uno de los pocos aciertos de esa entidad, que no se ha caracterizado por su eficiencia, es esta lograda máquina que 65 años después de su primer vuelo prosigue en uso. Su capacidad más importante es poder volar a gran altura, sobre los 21 mil metros. Así, en el momento de su creación, podía realizar misiones de espionaje fuera del alcance de cazas, misiles e incluso radares, sobre el territorio del enemigo de Estados Unidos en la Guerra Fría, la Unión Soviética. Este país, aunque rezagado tecnológicamente, logró desarrollar cohetes antiaéreos que en 1960 consiguieron derribar un U-2. Para esto se dispararon más de veinte misiles, uno de los cuales dañó un caza propio.

El piloto americano alcanzado era el capitán Gary Powers, quien contaba con un dispositivo para destruir la nave y sus contenidos. Portaba además una medalla con un veneno poderosísimo, con el que debía suicidarse si llegaba a caer en manos del enemigo. Powers no cumplió con ninguno de los dos mandatos. El piloto fue capturado y el U-2, que se caracteriza por ser muy liviano, fue recuperado por los rusos en bastante buen estado. Powers fue juzgado por espionaje y condenado a 10 años de prisión. Además apareció en la televisión soviética describiendo su “delito” y expresando arrepentimiento. Poco después fue canjeado por un espía soviético apresado en Estados Unidos. La recepción en su país él la calificó de “hostil”. Fue interrogado por el Gobierno y una comisión del Congreso, que encontraron que su actuación era entendible y no había comprometido la seguridad nacional.

No faltaron especulaciones periodísticas, que insinuaban una conducta más cuestionable, ni “patriotas” que pontificaban que debía haber ofrendado la vida por su patria. En la disposición oficial, que prácticamente imponía el suicidio, encontramos el mismo espíritu: el individuo debe estar dispuesto a sacrificar su vida por el bien de la colectividad. Esta manera de pensar parte de una inversión antiética de la realidad, pues la colectividad ha sido creada por los individuos para mejor ejercicio de sus derechos: vida, libertad y búsqueda de la felicidad. No hay retorsión posible, la colectividad, como constructo teórico que es, no crea individuos. Eso sí, los individuos libremente pueden comprometerse a arriesgar su vida, sus bienes y temporalmente su libertad, cuando consideren que esa comunidad que los garantiza se encuentra en peligro. La clave está en la libre aceptación de ese compromiso, si se impone compulsivamente, mediante la presión violenta, no es legítima y mucho menos admirable. Por eso la posibilidad de la objeción de conciencia de las conscripciones y el derecho a trasladarse a otro Estado con todos sus bienes, lejos de debilitar, legitima a las comunidades que las establecen. (O)