Si en un congreso de escritores se consultara sobre el tipo de literatura apropiado para recoger las andanzas de Abdalá Bucaram, seguramente se formarían dos grupos, cada uno de ellos con sólidos argumentos para defender su posición. El primero sostendría que constituyen el material ideal para decenas de novelas de no ficción, al estilo de Truman Capote, Javier Cercas o Emmanuel Carrère, porque son acciones tan burdas e impactantes que apenas es necesario ponerlas en blanco sobre negro. El otro diría que solamente cabría en el género negro, el de Dashiell Hamett o Raymond Chandler, porque un estercolero de esa naturaleza solo puede ser reflejado por los ojos de un detective que, sin ser mejor que los personajes de los bajos fondos a los que investiga, termina asqueado del mundo. Cualquiera que fuera la posición ganadora (un empate sería un triunfo para los lectores) lo cierto es que con el material que proporciona, acompañado de hijos, allegados y amigos, hay más que suficiente para llenar los estantes de librerías y bibliotecas.

Mientras esas obras no aparezcan, seguiremos obligados a tratar esos hechos como parte natural de la política nacional y a él como a un político común y corriente. Es penoso, pero eso es lo que venimos haciendo desde hace cuarenta años, cuando este personaje saltó a la escena política. Lo hizo con prédicas de moralina barata y negocios subterráneos, con alto contenido de histrionismo y mayor dosis de una vulgaridad que resultaba peyorativa para los sectores populares a los que supuestamente interpretaba. Sin embargo, a lo largo de estos cuarenta años lo hemos tomado como algo consustancial a la política. Políticos, periodistas, la numerosa legión de opinadores, todos, absolutamente todos, comenzando por la ciudadanía responsable de elegir, no hemos dudado en considerarlo uno más entre la variopinta fauna que se disputa el espacio público.

Cierto es que hubo matices, pero tuvieron una vida efímera. Fueron las muestras de repulsión ante sus apariciones iniciales. En las paredes de algunas ciudades se leía “Te odio Bucaram por obligarme a votar por XX”. Esas palabras y los correspondientes resultados electorales demostraban que una mayoría de la población aún no aceptaba que la política pudiera caer tan bajo. La negación de esas prácticas y de ese estilo tenía un efecto positivo. Pero los partidos, los candidatos y los electores fueron convenciéndose de lo contrario. La distinción que se hacía al inicio de la transición entre partidos ideológicos y populistas quedó sin efecto cuando todos creyeron que la clave del éxito electoral se hallaba en la oferta desmedida, el insulto, el grito y la payasada. Como resultado, no solo alcanzó la presidencia, sino que, por contagio, dejó establecida su marca. No es casual que en adelante sirviera de parámetro, como quedó clarísimo cuando un profesor universitario aseguró que Correa era un Bucaram con Ph. D. En otra ocasión se lo habría tomado como algo despectivo, pero en esta fue tan halagüeña que el autor de la frase fue nombrado ministro por el presidente recién electo.

Lo que ha salido a la luz en estos días es un capítulo adicional de una novela que no termina y que no terminará. Una novela que debería inscribirse en el género de la normalidad antinatural, en que la antítesis del político deviene en político común. (O)