El originalmente obligatorio, y ahora voluntario, confinamiento ha sentado a mi familia de maravilla. Mi esposo creó la escuela de fútbol Futuros Cracks, donde yo tengo el papel estelar de la “estudiante de intercambio”. Hemos visto películas clásicas, como Volver al futuro, y clasiquísimas, como The Kid, y la tercera temporada de Cosmos. E instalamos un taller de robótica copiando modelos de internet y construimos un techo basados en un instinto arquitectónico primitivo, con resultados directamente proporcionales a nuestros esfuerzos, agonía y alegría.

Lo único decepcionante fue la absurda obligación de que nuestras hijas cumplan con tareas originalmente diseñadas para la, ya insulsa, educación presencial. Pero tras varios cambios de países y colegios aun dentro del mismo Ecuador, salpicados de periodos en que preferíamos viajar por un mes a tenerlas perdiendo el tiempo en un aula, nos aferramos a lo único seguro: terminar el año lectivo régimen Sierra con un mínimo de propiedad. Ahora, cuando estábamos listos para liberarnos cual camélido en el ventoso páramo andino, llega el ansiado instructivo del Ministerio de Educación para educación en casa, que básicamente impide que mis hijas continúen con el más ambicioso plan curricular que –finalmente– hemos podido aplicar con ellas.

No son pocas las ridiculeces que exigen funcionarios que rayan en lo lunático. El representante debe presentar la metodología, recursos, tiempo y “responsables del proceso de enseñanza-aprendizaje … según el currículo nacional para el año lectivo”. El tutor debe tener título de tercer nivel (que viene a dar igual a ninguno si es una tecnología del Instituto Tres Chanchitos) “de preferencia, relacionado al ámbito educativo” (porque las facultades de pedagogía en Ecuador producen puro premio Nobel). Finalmente, se necesita un certificado para demostrar que “el estudiante participa en actividades que desarrollan sus habilidades de socialización e interacción entre pares”.

Esto implica suprimir nuestras sesiones espontáneas de ocio, preparación de alimentos, lectura y, por supuesto, riñas por poder, luego de las cuales hemos visto a nuestras hijas ingeniarse cada una un vehículo de ruedas con principios utilizados por Leonardo da Vinci para sus inventos y estar pendientes por días para ver el cometa Neowise –no pregunten, pasó nublado–. Entre la espada y la pared, nos vemos abocados a continuar con un sistema educativo y un currículo que jamás ha significado mucho para ninguno de nosotros, o agotarnos luchando contra una burocracia enferma.

En Ecuador, la lógica educativa obliga a que los estudiantes memoricen qué es un fonema, para luego olvidarlo, antes que aprender a hilar dos oraciones seguidas. De igual manera, hoy se quiere que nos creamos profesores de un aula de 40 estudiantes, cuando lo que tenemos a cargo son hijos ávidos de aprender, que en estas duras circunstancias además necesitan mucho apoyo emocional. Ya basta; sinceramente, dan lástima, sobre todo la portada de esta guía, con un niño sentado frente a una pizarra en su propia casa como si la educación en casa implicara regresar al siglo XIX. (O)