Mi vecina nos trata de cobardes a sus dos hijas y a mí porque las ratas salidas del cajón nos tienen sobre una silla. “Denle con la escoba”, aconseja colérica. Se pone de pie con dificultad ayudada por su bastón. Lo percuta airadamente. Los roedores caen, se levantan, huyen despavoridos. Los persigue. Cansada, nos mira con ojos sabios. “Les dejaré un dulce especial”, confiesa. “¿Se refiere a veneno para ratas, mamá?”, pregunta inocente una hija. Se lleva el índice a los labios. “No digan nada…”, susurra, “…esas escuchan, se comunican, se protegen, no se dejan atrapar; son vivísimas”, añade, mientras los animalitos escapan.

Desde el siglo pasado se hicieron experimentos para determinar si las ratas pensaban. Algunos concluyeron que estas tendrían ciertas deducciones a través de la observación, llegando a atisbos de razonamiento en la relación causa-efecto. Con el estallido de corrupción la ciudadanía empezó a usar el calificativo ‘rata’, al referirse a involucrados en tanto indignante bullado. Esos indolentes se roban el presente de los trabajadores, el futuro de los niños, las jubilaciones de los mayores; no tienen compasión por compatriotas sucumbiendo en aceras camino a hospitales, del país en coma; deducen sin ninguna pizca de raciocinio humano, y sus actos facturan sufrimiento y muerte. ¿Cuántas vidas ponen en riesgo? ¿Cuántas se apagaron por esos actos inescrupulosos?

Una película que nos describe como sociedad es Ratas, ratones y rateros, dirigida por Sebastián Cordero. Grafica la “picardía” criolla, la labia para convencer, timar, comprar conciencias; hoy reflejada en una institucionalidad pisoteada, una burocracia corrupta, una clase política cayendo muy bajo, un Estado quebrado económica, moral, éticamente, el quemeimportismo ciudadano cómplice, el mito de que “saber hacerla” es de sabidos; guiarse por normas éticas, de giles. Esto configura la degradación social de hoy. El Gobierno prometió cirugía mayor contra la corrupción, pero las instituciones siguen invadidas de alimañas. Estas dejan sin carnés a discapacitados, sin medicinas a enfermos, sin bonos solidarios ni esperanza a los pobres. No se quedan atrás empresarios aprovechando la contingencia para despedir empleados y, en algunos casos, sin pagarles lo legal ni pensar en las familias tras cada cesantía. La crisis aprieta a todos, pero hay otros que no desamparan a sus trabajadores, aguantan el chaparrón con ellos y buscan soluciones justas.

Los corruptos se propagan como plagas de siete vidas; son inmunes a normas, códigos, a la Constitución, las leyes. No merecen llamarse ratas, sino miserables oportunistas, apátridas sin misericordia en tiempos de infortunio; mientras tanto, el pueblo mira sobre la silla, y las instituciones llamadas a controlar, legislar y fiscalizar siguen infestadas de bichos que frenan la limpieza. Se debe terminar el “robaron, pero hicieron” de algunos, pues abona a la madriguera. Respetemos la dignidad de las ratas verdaderas. Estas hurtan para mantener su única vida, las otras causan heridas profundas al país; vivirán bajo repudio popular, sin perdón divino ni paz en sus almas, por el resto de sus “siete vidas”. (O)