Amo las palabras, parecen un milagro. Con ellas podemos comunicar una gama tan extensa de acontecimientos, sentimientos, preguntas, conocimientos, dudas y certezas, que me admiran y asombran. Escuchar hablar a las personas en otros idiomas es una maravilla.
Algunas suenan como trinos de pájaros, otras como tambores de guerra, las hay llenas de matices y otras trepidantes, unas son tempestades; otras, ríos entre montañas, no faltan lagos tranquilos, muros infranqueables y puentes gozosos de ser transitados.
Algunas parecen morder, mientras otras acarician. Hay lenguas que expresan mejor el amor y otras las controversias. Hay palabras intraducibles, y otras que esconden colores y perfumes en sus sonidos. Las que llaman malas palabras son rotundas, redondas, estallan, son potentes e inestables.
Hay artistas de la palabra. Los poetas, escritores, narradores, maestros, los filósofos y muchos otros que las siembran y según el terreno en que caen, dan fruto. Siempre es más lo que se dice, lo que se sugiere, que lo que se cosecha. Sin embargo, una sola palabra caída en buen terreno lleva en sí miles de frutos y posibilidades.
Hay alfareros de la palabra, esos cuyas palabras paren, están preñadas de acciones. Son diamantes purísimos que brillan según la luz que reciben y la que llevan dentro. Por eso llenan de esperanza las palabras-acciones de las más de 250 organizaciones de todo tipo, centros educativos, empresas, familias que se unieron para enfrentar la crisis del COVID-19 en Guayaquil.
Los miles de personas que aunaron esfuerzos para ayudar poniendo en riesgo su salud y sus vidas. Y las instituciones públicas que lideraron sin descanso, a través de sus máximas autoridades y orientaron esa ayuda para hacerlo de manera planificada. Esa realidad positiva supuso palabras que generaban eficacia y compromiso. Las acciones hablan, las palabras actúan. Pero también hay quienes las transformaron en trapos sucios, en harapos, en paredes que ocultaban sus fechorías.
Muchos personajes públicos las han convertido en prisioneras de sus mentiras, robos y corrupción. Esconden en ellas su lujuria por el poder, el dinero, el prestigio. Son fachadas sin cimientos que no resisten una mínima brisa de verdad y de luz. Las palabras entonces engendran odios, iras, desconcierto, desesperanza, son palabras que someten, esclavizan, son cataclismos destructores, son incendios y desiertos, son abismos
Por eso hay que tener cuidado con ellas. Porque una de las cosas peores que nos puede pasar es perder la confianza en las palabras. En la palabra dada. Equivale a perder la confianza en las personas y en lo que representan.
Y les queremos decir a todos los que se lanzan a lid electoral que no permitiremos que nos roben las palabras, nos quiten la esperanza, las usen como maquillaje de mentiras y corrupción.
La palabra compromete. Las acciones comprometen. La una sin la otra es ruido que estorba o árbol sin raíces. No queremos salvadores sino servidores. Que piensen en equipo y actúen en equipo. La palabra entonces podrá recuperar su rol de vínculo en las relaciones y el quehacer ciudadano, conectarnos con nuestro pasado para construir el presente, caminando al futuro. (O)