En medio de la pandemia del coronavirus que viene con la etiqueta de la desolación y muerte, se registran –no obstante– acciones nobles y hasta heroicas de personas comunes que en el anonimato de su actividad diaria ponen en evidencia lo más fino y esencial del espíritu humano en el propósito de enfrentar a la peste y sus devastadoras consecuencias, ofreciendo una luz como señal de esperanza dentro de tanta incertidumbre. Pero mostrando la otra cara de la medalla, en esta crisis que no tiene parangón, también han emergido actitudes retorcidas que hablan de la cosificación del hombre y su rendición ante el becerro de oro.
En este sentido, preocupa cómo el cáncer de la corrupción en el Ecuador se ha extendido cual metástasis, arrancando a dentelladas el débil tejido social. De ahí la importancia de rescatar los valores y principios como elementos que definen y orientan la conducta de las personas.
Y algo sustancial en este momento es reafirmar que los conceptos de legalidad y legitimidad no pueden ni deben caminar por separado y más aún en la administración de la cosa pública que exige transparencia y rendición de cuentas. Es fundamental recordar, entonces, que la legalidad está vinculada con el derecho positivo y, por lo mismo, atada al cumplimiento de la ley lo que conlleva una obligación por parte del individuo para actuar dentro de los límites que establece la norma. Además, la legitimidad comporta un aspecto relacionado con el proceder correcto y justo lo que deriva en un compromiso ético del individuo.
Esto debemos tener presente para desmontar esas falsas poses moralistas de quienes, como consecuencia del trabajo incansable del periodismo de investigación, se han visto descubiertos en sus yerros y tratan con justificaciones vacías de sortear el escarnio ciudadano. Por ejemplo, se ha escuchado últimamente a un asambleísta decir frente al escándalo de los carnés de discapacidad que ha emitido el MSP y posibilitado la importación de vehículos exonerados de impuestos que, en su caso: ‘Yo lo que hice es el uso de una posibilidad amparada en la ley’. Ciertamente, así es. No obstante, en términos de legitimidad surge un cuestionamiento: ¿es justo que un legislador, con una remuneración mensual unificada equivalente a 11,9 veces más que el salario mínimo de un trabajador ecuatoriano, haga uso de un documento para comprar una camioneta que no guarda relación –en cuanto a su utilidad– con el tipo de discapacidad física que posee?
Como elemento adicional de descargo el legislador, muy suelto de huesos, dejó entrever que el vehículo adquirido se explica: ‘…porque parte de (…) lo que yo hago, es trabajo agrícola’. En este punto, lo legal y legítimo no juegan a su favor y abre más bien una inquietud de orden constitucional, pues el art. 127.1 de la Carta Política al determinar que los asambleístas no pueden ‘desempeñar ninguna otra función pública o privada, ni dedicarse a sus actividades profesionales (…), excepto la docencia universitaria…’, ¿no le crea esa declaración un nuevo problema?
Así, volvemos a la eterna duda hamletiana: ‘Ser o no ser, esa es la cuestión’. (O)