Siempre supe que el mundo podía vivir tranquilo sin mis talentos. Ya de niña reconocí que, cuando se trataba de sobrevivir, mi aporte no era indispensable. Corro lento, cargo poco, no sé reparar nada. Nunca pude construir objetos que volaran ni circuitos que encendieran luces. Mis proyectos para las ferias de ciencias eran peores que poemas de borracho: pura labia. Mi sueño de convertirme en doctora (el cual ha quedado inmortalizado en un dibujo que hice a los 6 años donde aparezco con bata blanca, sonriendo con una enorme jeringa en la mano, más grande que el niño al que me dispongo a vacunar y que llora con tres lágrimas saltándole de cada ojo) terminó el día en que conocí a mi profesora de Química: “¡Señorita Borja, baje del limbo!” fue la frase que definió nuestra relación. La única tabla periódica de los elementos que comprendo es la hermosa versión literaria de Primo Levi.

Desde muy temprano en mi vida estuvo claro que no sería una versión femenina de MacGyver ni la próxima Marie Curie. No mejoraría el mundo descubriendo vacunas ni tratamientos para vencer enfermedades ni dolores. No diseñaría autobuses que no envenenaran el aire con sus pedos negros. No desarrollaría inodoros que no requirieran tuberías y tratamiento de aguas para desaparecer los excrementos, ni solucionaría el horrendo problema sanitario con el que viven y mueren millones de niños en regiones pobres de esta Tierra. Podría, a lo sumo, contarles un cuento. No podría proveerles agua limpia ni construirles una escuela que no se derrumbara en un terremoto, pero podría inventarme una historia para que se durmieran soñando. Escribo porque no sé hacer nada más, le confesé un día a mi hija.

Los momentos de crisis, como esta pandemia, despiertan en nosotros el sentido de lo urgente, y así es como algunos gobiernos organizaron las primeras fases del confinamiento dividiendo a la población entre aquellos que ejercen oficios esenciales y aquellos que no. Evidentemente yo (escritora, traductora, maestra de lenguas) formo parte del segundo grupo. Una encuesta del Sunday Times refleja que también la sociedad sabe quiénes nos mantienen vivos. Médicos, enfermeras, limpiadores, recolectores de basura, productores, vendedores y repartidores de comida son imprescindibles. Los artistas, en cambio, ocupan el primer puesto en el top 10 de ciudadanos inútiles.

Quizá no tan fundamentales como el arroz o el papel higiénico, los creadores de ensueños e ilusiones son importantes para la vida humana. ¿Han visto La vida es bella? El humor y la imaginación son herramientas poderosas para sobrevivir. Cuando llegamos a los límites de la ciencia, cuando se acumulan las preguntas y las angustias, cuando el temor y la desesperanza nos roban el sueño, no hay refugio más cálido que la tierna incertidumbre con que nos arrulla una historia o una canción. Una pintura nos ayuda a comprender la vida, una novela la transforma. Cuando el abismo de la corrupción se abre insaciable e indignante ante nuestros pies, son los caricaturistas y comediantes quienes nos tienden la cuerda floja sobre la que podemos seguir andando a pesar de todo. A fin de cuentas, reír es una forma de sobrevivir. (O)