Su ciudad es lo que queda de una masacre. Los cuerpos sin vida ocupan las anchas calles. Son los cuerpos de sus conciudadanos, de sus amigos y los cuerpos que salieron de su propio cuerpo. Hace poco fue la reina de una ciudad hermosa, la esposa de un rey magnánimo y la madre de muchos hijos. Hoy esa ciudad no existe, ni el rey, ni sus hijos. Hoy un soldado enemigo pregunta: “¿No es esta la reina de los opulentos frigios? ¿No es esta la esposa de Príamo, el muy rico? Ahora toda su ciudad queda devastada por la lanza, y ella, anciana, esclava, sin hijos, yace por tierra, manchando de polvo su desgraciada cabeza”.

Antes de que ellos –los que se autodenominan civilizados y llaman al resto bárbaros– llegaran y convirtieran Troya en un lugar de genocidio y barbarie, Hécuba envió a su hijo más pequeño donde Polimestor para mantenerlo a salvo de la guerra. Le dio oro para la manutención del niño y le hizo prometer que lo defendería. Polimestor dijo que no había de qué preocuparse, que era su mejor amigo y que podía confiar en él. Pero cuando los griegos ganaron la guerra, Polimestor decidió que lo mejor era matar al niño y quedarse con su oro.

Ahora Hécuba se entera de que para Polimestor congraciarse con el vencedor y poseer riquezas es más importante que la amistad y el cumplimiento de las promesas. Ella puede entender la guerra, pero no puede entender esto: “Crimen nefando, sin nombre, que sobrepasa la extrañeza, impío, intolerable”.

Para vengarse, Hécuba llega al extremo de hacer una alianza con Agamenón, el líder del ejército invasor. Miente, engaña y mata. Asesina a los hijos de Polimestor y luego le arranca los ojos mientras le grita: “Jamás darás a tus pupilas la reluciente mirada, ni contemplarás vivos a tus hijos a quienes di muerte yo”.

La Hécuba de Eurípides ilustra el problema de tratar de ser una buena persona en un lugar lleno de gente en la que no se puede confiar.

La tragedia de Hécuba no es que un día lo tuvo todo y al día siguiente quedó reducida a ser una esclava sin familia ni propiedades. Los clásicos sabían mejor que nosotros que la vida humana es esencialmente frágil y contingente. La verdadera tragedia de Hécuba es que vive en un mundo en el que no hay espacio para la virtud. Hécuba puede soportar la pérdida de poder político, de riquezas y de seres queridos, pero no puede soportar la miseria humana. Por eso olvida sus límites morales y se deshumaniza –no es coincidencia que, según la mitología, Hécuba se terminará transformando en un perro, que era, en la mentalidad griega, la forma más baja de existencia–.

Tal vez la tragedia de Hécuba sea nuestra propia tragedia. Los terremotos, las pandemias y las crisis económicas son un serio problema para Ecuador, pero ¿qué es la virtud en una sociedad que llama próspero empresario al que coima y soborna para vender insumos en hospitales públicos? ¿Qué sentido tiene la moral en una ciudad en donde ocupar un cargo público significa otorgar contratos a familiares? ¿Qué significado tiene la ética en un país en donde lo que se premia es la astucia y la corrupción, pero no la preparación y el trabajo honesto? (O)