Con un futuro cercano tan incierto, nos seguimos preguntando las razones por las cuales la economía ecuatoriana se encuentra en una situación tan crítica, en medio de la corrupción generalizada del sector público. Quizás bastaría analizar cuántos presidentes electos en los últimos 25 años se apartan de la notoria regla de mediocridad para entender por dónde va la cosa. La ausencia de un estadista con la capacidad necesaria para liderar al país es esgrimida por muchos como una de las razones por las cuales Ecuador transita, como barco sin rumbo, en un permanente estado de desconcierto político y económico.

A menos de un año de las próximas elecciones presidenciales, el panorama pospandemia se ve incierto en lo referente a temas como la posibilidad de cambiar la tradicional campaña política consistente en recorridos por el país, el papel de las redes sociales como herramienta de captación de votos o la posibilidad de que algunos de los principales actores políticos renuncien a su intención de candidatizarse a raíz de la difícil coyuntura. Todas estas inquietudes son válidas, pero tal vez ninguna sea tan relevante como aquella que intenta responder qué sucederá si el país, una vez más, se decide por la persona equivocada. ¿Será que muchos ignoran que el próximo mandatario deberá gobernar en medio de una crisis absoluta, una especie de tormenta perfecta, y que su fracaso podría llevar a que en el país estalle una crisis sin precedentes?

Por eso propongo como ejercicio que analicemos de forma objetiva y sin fanatismos la elección de un candidato que realmente responda a los complejos desafíos que Ecuador se enfrenta. El país necesita un presidente capaz de afrontar la crítica situación económica y de alcanzar consensos en una sociedad altamente fragmentada y dividida en cuanto a inclinaciones partidistas. Esa persona debe poner sobre la mesa propuestas necesarias para restructurar al país, como la reducción del aparato estatal, la modificación de nuestro anacrónico régimen laboral, una reforma integral del vicioso sistema de compras públicas y la adopción de un modelo económico que realmente favorezca el comercio y el emprendimiento.

Sin embargo, no podemos negar una realidad inobjetable a lo largo de nuestra historia política: la tendencia por parte de nuestro electorado de dejarse seducir por proyectos demagógicos y cortoplacistas o su pasividad y conformismo ante tanta mediocridad y corrupción. Existen problemas estructurales o de fondo que el próximo presidente no podrá resolver. Pero si se llega a introducir un programa de gobierno que permita sentar las bases indispensables para la construcción de un proyecto a largo plazo, entonces se habrá dado un primer paso importante.

Tal vez sea muy temprano para decantarse por una opción electoral, pero creo que las acciones y omisiones apreciadas durante esta pandemia sirven para ir marcando la cancha. Tenemos que elegir a quienes han propuesto soluciones de fondo, no solo para combatir la pandemia, sino también para trazar un objetivo común como país. Y debemos condenar al triste olvido a quienes nos pusieron en esta lamentable situación. (O)