Aire, agua, comida, trabajo y un largo etcétera que posibilitan la vida civilizada de los seres humanos están en riesgo cuando la naturaleza altera el panorama en el que nos desenvolvemos. Una muestra cercana y reciente de ello es el proceso de erosión progresiva en la cuenca del río Coca, en el Oriente ecuatoriano, que ha ocasionado socavones en el sector de San Rafael, en el límite de las provincias Napo y Sucumbíos. Peligran las operaciones del Sistema de Oleoducto Transecuatoriano y un tramo de la carretera Baeza-Lago Agrio.
Hoy que conmemoramos el Día Mundial del Medio Ambiente, pensemos en cómo sería la vida de nuestros hijos y los hijos de estos si colapsan los sistemas alimentarios y de salud, como advierte la ONU que sucederá de continuar la pérdida de biodiversidad. O imaginémoslos disfrutando con mesura de un sano bienestar y cuidando de la naturaleza.
Preservar los recursos naturales para garantizar que las futuras generaciones también puedan satisfacer sus necesidades debería ser el cometido de la humanidad, pero hemos ido perdiendo ese norte y nos hemos dedicado a sobreexplotarlos como si no hubiese un mañana ni un después de mañana. Prueba de ello es la enorme cantidad de productos que se desechan sin haber cumplido siquiera su vida útil.
Esto, a pesar de que se viene hablando desde 1987 (Informe Brundtland) del desarrollo sostenible que, por definición, implica la preservación de los recursos naturales considerando las condiciones sociales, políticas y económicas de las personas, para propiciar que el ser humano se desarrolle y mejore su calidad de vida al tiempo que cuida de la naturaleza y del ambiente en el que vive.
Lograr ese círculo virtuoso requiere, además de acuerdos entre líderes mundiales y la expedición de legislación proambiental, que los formadores de niños y jóvenes cultiven ciudadanos comprometidos con el cuidado del medio ambiente, capaces de repensar una economía amigable con la naturaleza y de emprender de manera sostenible. (O)