La humanidad reducida a prisión domiciliaria. Aparte de la dudosa eficacia de la medida, salvo para demoler las economías, este forzoso confinamiento mundial ha tenido significativos costos colaterales. Uno de ellos, no despreciable, tanto que los Estados que cuentan con bien estructurados sistemas de salud han puesto en marcha programas para afrontarlo, es el impacto psicológico que tiene ya el encierro. Estrés, depresión, ansiedad, irritabilidad, violencia doméstica, alcoholismo, asesinatos y decenas de tipos de demencia han incrementado perceptiblemente su incidencia. En esta oscura situación buscamos algún punto de luz. Uno puede ser el reencuentro con las mascotas, a las que prestamos atención solo marginal en los añorados días ordinarios en los que la actividad profesional y los compromisos sociales se sorben nuestra vida.

Habrá afortunados que puedan disfrutar de la amistad de un caballo, siempre tengo en el corazón a Juan Ramón Jiménez y su asno, otros más aventurados tendrán algún espécimen exótico, pero el común de los humanos ciframos nuestro afecto en perros y gatos. Desde cierto sesgo de análisis la realidad es que son las especies denominadas “domésticas” las que nos han utilizado para convertirse en las más exitosas. Desde mi visión radicalmente humanista del Universo entiendo y valido la tenencia de animales como fuente de afecto y distracción. Sin llegar a extremos de cierto animalismo, no justifico la crueldad con ningún ser vivo, pero creo que este sentimiento es perfectamente compatible con los ritos sacrificiales y con el consumo de carne. Y dejemos aquí las filosofías.

Abundan los estudios que coinciden en afirmar que quienes conviven con mascotas tienen por lo general mejor salud mental. También se ha establecido que el desfogue de tensiones que conlleva la atención al animal doméstico mejora la salud física y redunda en una vida más larga. Igual se demuestra que los niños que crecen con perros, gatos o cualquier otro animal de compañía tienen menos alergias y más resistencia a muchos patógenos. De lo que no tengo la menor duda es de que para la emocionalidad de un niño, el tener una mascota y la responsabilidad sobre esta es altamente formativa. Desviación profesional, para mí el mayor interés de esta sana, sanísima costumbre, está en la observación de las psicologías de cada especie y de cada individuo. Tengo cuatro gatos y dos perros. Amarillos o pardos, cariñosos o soberbios. Supersticiosamente busco identificarme con los grandes maestros que tuvieron relación con animales. Borges y sus gatos, claro, siendo innumerable la cantidad de literatos que se relacionaron con estos intratables felinos, llegando al exceso con Ernest Hemingway que tenía cuarenta y en esa vía va Haruki Murakami que tiene como una docena. Y sin salir de Japón, Yukio Mishima sería muy samurái, pero desfogaba su ternura en los gatos. Y hubo muchos perristas notables. Herr Thomas Mann und sein Hund. Mi itinerario intelectual pasó por años de fuerte influencia de Miguel de Unamuno, aquel que escribió: “Y tus pupilas tristes/ al espiar avezadas mis deseos,/ preguntar parecían:/ Adónde vamos, mi amo?/ ¿Adónde vamos?”. (O)