El artículo publicado la semana pasada en esta columna –‘Resultado perverso’– provocó la reacción de algunos lectores que sintieron un tufo de estatismo, defensa del gasto público injustificado y sobre todo un llamado a cargar el peso de la crisis sobre el sector privado. Seguramente, lo dicho se prestaba para esa interpretación. Ese es un riesgo de este oficio en el que uno se aventura a tratar, con un número reducido de palabras (o, peor aún, de los menos amigables caracteres), asuntos que ocupan libros enteros. Hay ocasiones en que la economía del lenguaje conspira contra la claridad. Pero es positiva la crítica, porque sirve para aclarar y continuar con la preocupación por el rumbo que tomará el país en la pospandemia.

El desafío que deben enfrentar todos los países no se restringe a mejorar los sistemas de salud, canalizar recursos a los servicios de atención sanitaria o a cumplir con indicadores como el número de médicos o de camas por habitante. Todo ello es muy importante y, como lo hemos visto en esta coyuntura, literalmente es una cuestión de vida o muerte. Pero no cabe reducirlo a una decisión presupuestaria. El sistema de salud –como el educativo– está condicionado inevitablemente por el ambiente social en que se enmarca. El mejor de ellos, el que cuente con los adelantos más sofisticados y que cumpla con todos los índices establecidos, servirá de poco en una sociedad caracterizada por altos índices de pobreza, con grandes brechas sociales y con corrupción generalizada y tolerada.

Las mismas cifras del impacto de la pandemia COVID-19 pueden ayudar a comprender esa realidad. A partir de la evidencia que se va configurando día a día se puede concluir algo tan obvio como que la incidencia del virus depende de múltiples factores. Así, la proporción de contagiados sobre el total de la población, que varía significativamente de un país a otro, incluso entre parejas de vecinos (como Colombia-Ecuador, Uruguay-Brasil, Chile-Bolivia, Estados Unidos-Canadá), no puede atribuirse a una sola causa. Lo que sí se puede suponer es que la incidencia de los sistemas de salud en ese resultado es solamente marginal y no es suficiente para explicar las diferencias. También se puede decir (siempre sujetándose al modo subjuntivo) que una parte de estas puede deberse a factores socioeconómicos y de otros tipos que aún no han sido exhaustivamente estudiados. Pero hay explicaciones bastante confiables porque se asientan en estudios de largo alcance, que apuntan a la organización económica y política, esto es, a los modelos de desarrollo. Estas se alejan de dogmas largamente establecidos y, entre otras, tienen la virtud de salirse de la dicotomía Estado-mercado.

Desde el punto de vista de estas, lo que hace la pandemia es colocarnos frente a nuestras narices un problema que estaba presente, pero que lo eludimos sistemáticamente. Lo seguiremos eludiendo si nos limitamos a expedir recetas sobre el monto del gasto público, a recitar letanías acerca de los impuestos y a ponderar las virtudes o los vicios de los subsidios. Por supuesto que cada uno de esos temas tiene su importancia, pero no llegamos a ningún lado si los tratamos aisladamente. El desafío es integral. Si no lo abordamos así, seguiremos como siempre. (O)