Nuestro invitado

La pandemia ha desvestido nuestra pobreza en su variada dimensión. La de quienes necesitan salir del encierro para poder comer y, si no lo hacen, acumulan hambre y ansiedad explosiva. La de aquellos que sin advertir el peligro de la muerte que acecha, esquivan los controles, engañan y se traicionan. La costumbre nuestra del yo no fui y echarle la culpa al otro; el esconder los equívocos, mentir o no reconocer los errores. La incapacidad para administrar las secuelas de la epidemia. La actitud de quienes creen que aquí no pasa nada y que debemos seguir como hemos estado. La fealdad de los intereses y privilegios intocables. La ceguera de no pocos líderes.

Y lo que es peor, la forma de quienes actúan con la mezquindad del cálculo pensando en la próxima elección, procurando desgastar al otro y sin reconocer sus aciertos. La ausencia de la generosidad en la política. La pandemia ha desnudado la fiereza y la crueldad de algunos que se aprovechan del sufrimiento social para sacar tajada o robar. Mientras el estado de excepción para la mayoría es angustia y carencia, para ellos, ocasión para amontonarse de dinero fácil.

La pandemia nos ha sorprendido sin instituciones ni políticas de Estado. Tenemos muchísimos edificios públicos, empleos y empleados. Una porción de buenos servidores y otros inútiles que solo ganan. Abundancia de organismos con nombres y títulos extravagantes y pomposos, que depredan los recursos públicos. Ahí están, intocados por la tibieza contemplativa del poder timorato.

La epidemia deja al descubierto la precariedad de la salud pública y la importancia de los servicios básicos, vistos, por mucho tiempo, como fuente de poder y clientelismo. Instituciones enclenques a la deriva de la temporalidad política, para uso y goce de prebendas y gratificaciones electorales. La salud pública, los hospitales y la seguridad social, entregadas a pequeñas mafias como compensación de favores y lealtades, reducidos a botín de reparto de los amigos. Remedos de instituciones echadas a la suerte de los vaivenes de la política y del populismo clientelar. La crisis pandémica ha puesto en evidencia que no hemos sido capaces de construir instituciones ni políticas de Estado. Y esta es una realidad que duele.

Lo más cómodo para el poder es clavar más impuestos, para volver a financiar lo que la corrupción y el despilfarro desfinanciaron. El miedo a perder la escasa popularidad no le permite asumir el costo del cambio impostergable del modelo fracasado.

Debemos admitir, con vergüenza, que todavía no tenemos instituciones. Con diez años de régimen autoritario, lo poco de Estado se demolió y el aparato público terminó siendo una guarida de bandidos y otros buscadores de fortuna. El Estado, como fuente que ceba el apego al dinero fácil.

No tenemos instituciones, pero sí tenemos caudillos. Redentores y portadores de la esperanza, y un pueblo susceptible de ser magnetizado por la magia de la retórica y el espectáculo.

En la desdicha que vivimos, hemos visto también actitudes de solidaridad y compromiso, de personas y sectores. (O)